martes, 11 de septiembre de 2012

Defunto.


Estar muerto es algo así. Comer cuando tienes el estómago vacío, porque hasta los muertos necesitan nutrirse, respirar cuando lo necesites y, en general existir. Casi es lo mismo que estar vivo, pero estando muerto. Los que no viven deben sentir algo ahí, en el pecho. Algo extraño, una pequeña presión que te indica que efectivamente; no estás vivo.  En ocasiones arde, otras veces está hueco, pero hay una presencia  intangible que no cesa. Sé que estará pensándolo, y ya sé que tiene ciertas similitudes, pero sacar  la conclusión de que estar muerto es como estar enamorado es algo precipitado. No es que los muertos no puedan tener erecciones. Yo creo hasta haber visto hijos de muertos. No, no es eso.  La diferencia ha de ser otra. Se dice por ahí, ya sabe cómo es el vox pópuli, que el corazón de los muertos no late y que la sangre no fluye. Mentira.  Es más, yo, desde mi defunción les aseguro que aquél que se haya atrevido a decir tal sandez carece de vida. 

Creo, querido lector, que habrá hecho un chasquido de dedos mental y se habrá dicho así mismo: “¡Ya lo sé, ya sé por qué un muerto está muerto!”. Pero ya le adelanto yo que no, no es por eso. Los muertos también pueden tener pasiones.  No sé si podrán llegar a enamorarse.  Aunque desde mi experiencia le daría unas palabras afirmativas, pero quién sabe; cada muerto es un mundo. No siga por ahí, no, tampoco es cuestión de tener alma o no. Para afirmar que los muertos tienen alma, primero tendría que saber qué es el alma. Yo no sé que es, pero si quiere le digo qué creo que es, que son dos cosas muy distintas. Desde la llanura de mi perspectiva, el alma es miedo. Miedo a uno mismo. A la propia existencia; miedo a que lo que somos, en nuestra entera totalidad se deshará algún día en larvas de vaya usted a saber qué insecto. Sería triste que existiésemos -ya no digo vivir- casi cien años. Años repletos de minutos, segundos y cosas que aún pasan más rápido que los segundos haciendo cosas. Casándonos, trabajando o bienviviendo si tiene suerte para que llegado el día, todo este tiempo empleado en algo se esfume. No podría ser eso. El alma es como el albarán de la existencia, indica más o menos las cosas que has conseguido en existencia. Si, ya sé que pensarás que hay quien es recordado para la posteridad… Tiene suerte, estimado lector, de que las carcajadas no queden escritas todo lo bien que queden en persona. ¡Qué más da, si al final, el que te va a recordar será otro desalmado! Es por eso que dicen que el arte se hace con el alma. El arte es puro miedo, ya se lo digo yo.

Pero, volvamos al análisis de la picadura pectoral de los defuntos, término que me acuño yo aquí rápidamente. Hasta ahora no ha acertado ni una. Al final me forzará usted, a que le diga qué cosa es esa presencia en el pecho. Pues bien, vista su torpeza se lo diré. Son lágrimas atrapadas. “¡Qué cursi!”, pensará. Pero piénselo detenidamente. Las lágrimas manan del pecho y luego ya, en última instancia, salen por los ojos. Dato, que si no sabía ya lo sabe. Resumiendo el asunto. Estar muerto es no poder llorar. Y es una buena diferencia, más bien una condena para los defuntos. Todos sabemos que el dolor que puede soportar un hombre supera con creces las dimensiones físicas del mismo. Por eso, se comprime tanto que se convierte en estado líquido. Algo sabrá usted de física, digo yo. Y ahí se guarda, en el pecho. Y ya cuando uno llora se deshace del dolor. Si no, ¿para qué se pensaba que servían las lágrimas?
Supongo que la duda que le asalta ahora es la causa de la defunción. Bueno, eso es lo más sencillo de todo. Ocurre que cuando un vivo recoge dolor en exceso y no lo evacúa, al final el dolor, de tanta presión acaba solidificándose. Y oiga, hasta donde yo sé el dolor no se caga.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Entre el salitre.


Leonor, cariño, ¿te importa si nos sentamos aquí? El sol está a punto de ponerse y me gustaría verlo, además, de la caída del otro día tengo la rodilla hecha unos zorros. ¿No me digas que no es precioso? No me canso de ver cómo el mar se va apoderando de la luz a pellizcos hasta que solo queda esa bruma rojiza arrullándome los recuerdos. Esta cala tiene algo; no hay día que venga y el ir y marchar de las olas no consiga desenterrar el tesoro que hemos ido guardando, con los años, bajo la arena de esta playa. El tesoro no es otra cosa que nuestras vidas. Que sí Leonor, no me pongas esa cara que aquí hemos vivido mucho. Tú siempre tan escéptica…
Hemos tenido una vida muy romántica, aunque quizás sea yo el que le ponga glosas de fantasía a las páginas del pasado. A lo mejor tú no lo recuerdas así, pero eso es lo de menos, las historias son de quien las cuenta. Y fíjate, que la historia de nuestras vidas es la que más me gusta contar, pero jamás sé dónde empieza; con eso de que nos conocemos desde el colegio es difícil ponerle un año a la primavera de nuestro amor. Yo creo que este lugar tuvo algo que ver. ¿Qué tendríamos veinte años, no? Lo nuestro era muy raro para el momento, tan raro que nadie sospechaba que te escapabas por las noches, y menos para juntarte conmigo aquí. Me acuerdo que por aquel entonces empezaron a aparecer las suecas en bikini y no había macho español que se resistiese a comprobar si aquellas sirenas venidas de tierras lejanas se tapaban tan poco como decían.  Ahora queda muy bonito decirlo, pero nunca me interesaron demasiado. Te tenía a ti casi todas las noches chapoteando a unos metros de donde estamos sentados ahora. Tan sólo cubría nuestra desnudez el manto traslúcido que la luz de la luna creaba a ras de la marea. Aún puedo sentir el calor del agua que te envolvía. ¿Tú dirías que ahí ya nos amábamos? No sabría que decirte. ¿Tú crees que sí? Yo tengo la teoría de que fue el fulgor de la luna, el ronroneo de las olas, el sabor salobre de los besos y las citas submarinas de nuestras manos las que convirtieron un experimento pueril en un pacto de mutua dicha eterna. Más que una teoría, estoy convencido de que fue así.
Pasaron los años y jamás dejamos de venir. Pero ya veníamos a otra cosa. El tiempo te coloca un sayo de pudor del que no consigues deshacerte y dejamos atrás la voluptuosidad de nuestros baños  para encomendarnos al paseo y a la lectura. Y no pienses que digo esto disgustado. Los chapuzones me gustaban, pero supongo que cada etapa de la vida tiene sus bondades peculiares. Quizás nos faltó tener hijos. En muchas ocasiones me he preguntado por qué nunca nos aventuramos. Pero da igual, no me arrepiento, ahora ya es tarde. La vejez convierte la pira de la juventud en un manto de ceniza. Aunque reconozco que me habría gustado traerlos aquí, si es que hubiésemos tenido más de uno, a pasear cogidos de la mano. Ya cariño, ya sé que soy un cursi. Siempre lo he sido, a estas alturas no tiene sentido tratar de ponerle remedio.
Venir aquí es pasear por nuestras vidas, o como a mí me gusta decir, contar las joyas de nuestro tesoro y contemplar que tan brillantes y tan bien pulidas se conservan bajo la arenilla de nuestro romance. Y al revés lo mismo, rebuscar en las memorias de nuestro devaneo es caminar sobre esta arena. Me alegra ver que te hace reír verme sensiblero, divagando como un viejo bobo. Sí, tú ríete, pero luego eres la primera a la que le brillan los ojos como una tonta cuanto te digo de venir aquí. En el fondo, te gusta este sitio a ti más que a mí. Y eso ya es decir. ¿Sabes qué? Esto nunca te lo he dicho. Si tu hermana no se hubiese puesto como una posesa cuando se lo comenté, te habría incinerado y habría esparcido tus cenizas por esta misma orilla. Casi me mata cuando se lo propuse. No le culpo, ella no puede imaginarse ni la mitad de lo que aquí hemos pasado juntos.
¿Qué porqué sigo viniendo aquí todas las tardes a hablar contigo? No me lo preguntes como si no te gustase que viniese, Leonor. Si vengo es porque te quiero. Además, tú siempre decías que somos lo que vivimos, con ese tono de voz tan categórico y pragmático que te ata a la realidad. Por eso vengo aquí siempre que puedo, porque sigues viva en el reflejo oxidado de la puesta de sol; en la brisa y en la arena; en el salitre de mis labios. Te guardo como la joya más preciada de nuestro tesoro.