martes, 26 de noviembre de 2013

Papá y mamá

Los gritos la habían sacado de sus sueños. Era la segunda vez esa semana. La primera vez le bastó con acurrucarse bajo las sabanas y estrujar la cabeza entre la almohada y el colchón, para no oír. Pero aquella noche, los insultos y los improperios que su papá y su mamá intercambiaban se colaban entre el relleno mullido de la almohada, y le llegaban a los oídos, haciéndola retorcerse y patalear, impotente, porque tenía que oírlo. Sus papás cerraron la puerta del salón; como si se hubiesen dado cuenta de que podían despertar a su hija y que ahora, con la puerta cerrada, el ruido no saldría de allí. A la niña, lo que más le atormentaba no era que le arrancasen el sueño a gritos sino que le llegasen las frases entrecortadas y solapadas por un grito más potente. No podía silenciarlos ni entenderlos; se sentía condenada a sufrir la arroyada de berridos que tenía lugar a unos metros.
La niña caminó por el pasillo hasta llegar a la puerta. Iba descalza y de puntillas, de modo que todo lo gélido que tenía el mármol en aquella época del año se concentraba en las yemas de los dedos del pie. Trató de asomarse a la cristalera translucida que tenía la hoja de la puerta a media altura, pero no llegaba bien y tuvo estirarse hasta notar como las falanges de los dedos sostenían todo el peso de su cuerpo. Al otro lado, su mamá acostada en el sofá, de cara a la televisión y su papá, mirando a su mamá, de espaldas a la tele.
 ¡Tu madre es que es mala! ¡Veneno! Y tú gilipollas, por no verlo.
  —En tu familia son todos santos, ¿no? Venga, lo que me faltaba...
Tenía que dejar de mirar de vez en cuando porque sentía cómo le crujían los dedos, pero cuando descansaba la piedra helada seguía bajo ella y aunque dejase un rato el pie en el mismo sitio, el mármol no cogía la temperatura de su cuerpo. Podría volver a su habitación a coger unos calcetines, o incluso unas zapatillas pero lo que ocurría al otro lado la tenía secuestrada. Además, tanto le dolía verlos así que pensaba que los calambres en los gemelos, el frío en los pies y el dolor en los dedos eran efectos secundarios que los gritos le producían a ella; y que nada podrían hacer unos calcetines y unas zapatillas.
—¡Que me dejes en paz! Déjame ver la tele. Quítate de en medio o te estampo el mando en la cabeza.
—Tú que vas a estampar.
El mando pasó cerca de la cabeza de su papá y acabó contra la pared, explotando en una palmera de trozos de plástico negro, botones rojos, verdes y pintura desconchada de color amarillo huevo. Como si algo también hubiese estallado en el estómago de la niña, un retortijón la estranguló desde su interior. El dolor la plegó sobre sí misma. Se echó una mano la tripa. Tuvo que cerrar el esfínter para evitar que algo que no sabía qué era saliese de su cuerpo. Quizás una rata que la devoraba por dentro. Se estiró de nuevo y su barriga crujió otra vez.
—Tú estás mal de la cabeza.
—Que me dejes, que no te aguanto.
La niña contrajo aún más fuerte el esfínter para evitar que un sonido flatulento delatara su posición. Notó que se hinchaba como un globo y pensó que acabaría reventando, y sus papás sabrían que estaba escuchando porque lo dejaría todo perdido. La niña no reventó. Aguantó en silencio. Ellos no hablaban. ¿Habrían parado ya de discutir? Ahora se darán besitos, pensó la niña. Ojalá se den besitos ahora. Y se asomó de nuevo, pero un rayo la atravesó antes de que pudiera acercar los ojos al cristal. No pudo apretar el esfínter a tiempo. Un riachuelo denso y cremoso comenzaba a gotearle del camal del pijama. Se secó las lágrimas de la vergüenza. No la veía nadie, pero el pudor le caía a pegotes por las piernas. Los gritos habían parado, pero no llegó a oír los besitos. Pensando que ya no había más que escuchar volvió a su cama; a acurrucarse de nuevo bajo las mantas, y esta vez, a abrazar a la almohada con la fuerza con la que se abraza la dignidad.
Lo que la niña no sabía es que no había acabado y que sus papás se habían quedado callados, mirándose; pactando el preámbulo a la catástrofe.
—Pues divorciarte si no me aguantas. No sé a qué esperas.
—¿Que me divorcie? ¡Y tanto que me divorcio!
—Yo me voy. Qué te aguante tu madre.
La niña lo oyó desde la cama porque aquellas frases fueron pronunciadas con una claridad que no permitía arrepentimientos. Al acabar, su papá salió de la casa dejando el eco de un portazo y su mamá se quedó en silencio, con  la voz de la televisión resonando entre las paredes de color amarillo huevo.

 A la niña le daba igual ya.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La niña

La niña tenía la piel del color del agua y los ojos como dientes de león. La niña era flaca, con la espalda curvada hacia adelante y con brazos de golondrina. Cada día llegaba a casa de la escuela con su mochila azul cielo a los hombros. ¡Tan llena de libros, libretas, lápices de colores y estuches de algodón! Revoloteaba y su madre le decía: “Quita de ahí, niña”. Se asomaba y su hermana: “Calla, niña, no me molestes”. Se sentaba a los pies de su padre: “Fuera de aquí, niña”. La niña se descolgaba la mochila y, ligera, se iba al balcón, a apoyarse en los barrotes de hierro forjado. Veía el mismo viento que mece las nubes corriendo y acariciándola. Allí no molestaba a nadie. Un día, el viento le susurró: “¿Cómo te llamas?” La niña no se acordaba ya, pero el viento le puso uno. Y después de que ella abrazara al viento y éste la meciese, como lo hacía con las nubes, y la columpiase en el aire, todos la llamaron por su nombre.

sábado, 26 de octubre de 2013

La culpa es del sistema

Paquita había dejado la clase para ir a hacer fotocopias y aquellos niños de segundo de primaria que se habían quedado bajo el control inquisitorial del delegado de clase, se habían sublevado y habían estallado en un guirigay de dimensiones bíblicas.  Conforme se acercaba por el pasillo ya oía los gritos de los niños y ya pensaba para sí qué cara poner y qué palabras decir. Y cuando lo hubo decidido, abrió la puerta y entró a clase. Todos enmudecieron y se acercaron lentamente a sus sillas; se sentaban con cuidado, como si temieran hacer ruido ahora.
-No os puedo dejar solos –dijo Paquita seria y adusta.
Los niños callan.
-Sois la clase más escandalosa que he tenido jamás –decía mientras cruzaba la sala mirando a todos los zagales-. ¿No os da vergüenza que os digan eso? A mí se me caería la cara de vergüenza. Y no es solo conmigo, que me lo dicen todos los profesores… ¡que es que sois insoportables!
Los niños, con la cabeza gacha, seguían callados.
-¿No decís nada, no? Vale… Para vosotros haréis.
-Seño.
-Dime Javier.
-He apuntado a todos los que se han portado mal en la pizarra como me has dicho.
-Así que Adolfo estaba hablando y gritando, ¿no? –espetó mientras leía los nombres de la pizarra.
-Sí –decía Javier mientras asentía con la cabeza.
-Adolfo, sal aquí. Venga.
Adolfo se levanta mostrando sus mofletes del color del tomate a toda la clase y se acerca a la pizarra, junto a Paquita.
-Adolfo, hoy vas a almorzar en clase, porque al patio no vas a salir. Y no solo tú. A ver…
-Perdone, Paquita –interrumpió Adolfo-. Quitarme el recreo es un castigo autoritario e infundado.
-¿Qué?
-Que todos estaban hablando y solo me castigas a mí.
-A mí no me vengas con los demás, Adolfo. No haber hablado.
-Señorita; pues yo pensaba que esta clase gozaba de un sistema judicial justo y comedido y resulta que en realidad no es más que una jaula de corruptos en la que reina el nepotismo. Exijo que si se me priva de recreo, se emprenda un proceso en contra de todos los que estaban hablando, incluido Javier, que lo he visto yo.
-Adolfo, o te tranquilizas o llamo a la jefa de estudios.
-¡Ah! ¡A a la jefa de estudios! Otro eslabón en la jerarquía totalitarista de este colegio.
-¿Quieres que la llame?
-No, señorita, lo que quiero es que se implante un sistema de justicia sin favoritismos y sin desigualdades; un sistema judicial en el que lo que escriba el favorito de la profesora en la pizarra mientras ésta le cuenta a la secretaria lo que ha hecho el fin de semana no tenga validez absoluta. ¿Sabes lo que te digo?
-Ven. Que vamos a buscar a la jefa de estudios.
-¿Sabes qué? Que os creéis capaces de alienarnos con vuestros deberes y vuestros exámenes. Pero eso genera hastío en la clase y algún día, los niños de segundo de primaria se levantarán en contra de esta quimera represiva.
-Tira delante de mí, Adolfo. Que te vea yo.
-No. Me niego. Me niego rotundamente –y se sentó en el suelo-. ¿Qué vas a hacer, recurrir a la fusta para obligarme, eh? Venga, carga contra mí. Que todos puedan ver cómo se las gasta el sistema.
-Tú quédate ahí. Ya verás.
Paquita sale por la puerta, da un portazo y deja a los niños solos de nuevo. Adolfo se levanta, se sube a la mesa del profesor mientras es coreado por algunos. En medio del estruendo y desde las alturas, agita las manos y ve como el estertor se va silenciando.
-Compañeros, ¿es así como queremos ser juzgados? ¿Por un pazguato al que le ponen un positivo por hacerle el favor a la profe? ¿Creéis que podemos seguir viviendo bajo esta jerarquía represiva? ¿Sabéis lo que os digo? Que no, que no pueden someternos a todos. Que somos más, y que tenemos derecho a decidir cómo queremos ser educados y cómo hemos de ser castigados. ¿Por qué dejamos que elijan por nosotros?
-¡Eso, eso! –gritan algunos.
-¡Solo nosotros podemos responder a estas preguntas con nuestros actos!
Mientras los niños se exaltaban con las palabras de Adolfo, entraron por la puerta Paquita y la jefa de estudios, Maricarmen.
-¿Qué haces ahí, Adolfo? Venga, bájate.
-No –dijo el niño.
-Que no se baje –gritó otro chaval.
Y pronto, sin una explicación plausible, todos los niños se pusieron a gritar al unísono que no se bajase.
-¡Dios mío! ¿Pero qué es esto? –le decía la jefa de estudios a la profesora, alarmada, antes de dirigirse a la clase gritando-. O os calláis o no salís al patio en lo que queda de año y decís adiós al viaje de Terra Mítica en junio.
Los niños se callaron, enmudecidos como por una fuerza superior.
-No os dejéis amedrentar. ¡Así es como funcionan ellos! ¡Levantaos! Uno no puede hacer la revolución solo…
Adolfo, al ver que había perdido el apoyo popular, bajó de la mesa y se dejó sacar de clase. Lo llevaron al despacho de Maricarmen  y allí llamaron a sus padres. Lo expulsaron tres días y su madre le tiró la Playstation 3 a la basura.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Ni tú ni yo existimos

Al salir de casa, Esteban se encuentra con el cielo encapotado. Mira a un lado y a otro: el ambiente es gris y mortecino. Respira hondo, sintiendo la humedad del ambiente refrescarle por dentro. Se pone la capucha de la sudadera y comienza a andar. Había quedado para tomar algo. De camino a la estación de metro comienzan a caer diminutas gotitas del cielo. A Esteban le parece que las primeras gotas, al reventar en el suelo hayan llamado a otras más grandes; y que estas más grandes hacen más ruido al estallar y por eso llueve cada vez más fuerte. Bajo el aguacero la gente se mueve rápido, con temor a despeinarse, a acabar empapado y manchar la entradilla de su casa con los zapatos mojados o simplemente con miedo a acabar constipado. Esteban sigue caminando como si nada, con la cabeza gacha, sin darse cuenta de que hay una mujer, quizá la única que no corre buscando la cornisa de un balcón. Parece despistada; perdida. La pasa de largo pero nota como una mano le toca el hombro.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Un hombre del paleolítico



Cuando Agustín hubo decidido que se iba a suicidar, anduvo por todo el piso en cuclillas y maullando en busca de Fernandita. La encontró durmiendo detrás de una cortina. Le pellizcó un pezón para despertarla y le miró a los ojos: «No, no, no te pongas nerviosa, no me arañes, mi gatita preciosa, que soy yo. Qué mona estás recién levantada, Fernandita... ¿Sabes qué? Que tengo noticias, que me suicido. No sé cuando, pero está decidido. Lo que no tengo claro es el cómo. Algo que no duela. Rápido. ¿Tú sabes de algo? ¿O los gatos no os suicidáis? ¡Claro que no! ¿Cómo os ibais a suicidar si no tenéis razón? No razón de estar en lo cierto, sino raciocinio, pensamiento, filosofía, esencia pensante. ¿Comprendes Fernandita? Tú no tienes de eso y por eso no te suicidas... Yo es que eso de la razón lo gasto mucho, es un defecto, lo sé. Le doy muchas vueltas a las cosas, y después de pensar mucho las cosas ninguna acaba por ser cierta. Que todo es mentira, ficción, humo. ¿Me sigues? No, no te vayas, Fernandita, ven aquí, yo te cojo; mírame, mírame con esos ojitos que me tienes. Yo tengo que ser como Manu, cuando dice aquello del paleolítico. ¿Te acuerdas de lo que decía? Sí, que él tendría que haber nacido allí, en el paleolítico, cuando todo era cazar y recolectar. Bueno, y también procrear, eso también, Fernandita. Pues eso: nacer, cazar, recolectar y procrear; y mientras tanto a andar !A ser nómada! ¡Qué vida la del hombre del paleolítico! Y fíjate tú que ya es mala suerte, porque el paleolítico ocupa el noventa y nueve por ciento de la existencia del ser humano, que lo he visto en la Wikipedia. Ya tenía que nacer yo en este uno por ciento tan complejo, porque estos tiempos en los que vivimos son muy complicados ¡Hay que tener tantas cosas en la cabeza para poder vivir! Que si cultura, que si religión, que si ideología, que si dogmas, que si supersticiones, que si ley... Y al final ni una cosa ni la otra ni la de más allá. Dime, Fernandita, ¿qué hago yo en un mundo como este? Si todo es humo, ¿por qué es todo tan complejo y abstracto? Ahora me entiendes, ¿no? Ahora entiendes cuando digo que prefiero vivir en el paleolítico. Allí ni miedo a la muerte, porque te morías y te habías muerto. Era lo que había. Todo era muy corpóreo, empírico. Ahora, somos muy abstractos; demasiado espirituales. ¡Y qué mierdas será el espíritu!»

Agustín se quedó aturdido un instante, intentado definirse la palabra "espíritu", y la gata aprovechó el fugaz descuido para escabullirse de entre sus brazos e irse a esconderse a alguna parte del piso.

«Ya ni tú me quieres escuchar, Fernandita. Si ya sé que sueno pedante, pero... pero no puedo evitarlo. Por eso yo querría ser un hombre del paleolítico; un hombre cuya conciencia crítica estuviese adormecida por el sempiterno caminar, por el hambre, y por los impulsos sexuales. !Ah...! Sería todo tan sencillo, eh, Agustín. La culpa la tienen los filósofos, por pensar. Qué malo es el tiempo libre. No, no, rotundamente no. La culpa es de los vagos, que lo buscan. El tiempo libre es tiempo como otro cualquiera. Como si el tiempo, que no es nada, pudiera tener la culpa de algo. Los haraganes y maleantes son los culpables. Esos filósofos y sofistas aburridos son los culpables de todo esto. ¡Maldito Platón! ¡Maldito Aristóteles! ¡Ay! Si ellos hubieran sido hombres del paleolítico, qué diferente sería todo ahora. Sería mejor, mucho mejor, sin duda. Más sencillo y más fácil. Ya me imagino yo a Platón corriendo detrás de un antílope con una piedra en la mano... y no pavoneándose de sus mundos, sus soles y sus ideas frente a una panda de chiquillos aburridos a los que le interesan todas esas patrañas. ¡Qué buena imagen esa!»

Cansado ya de su propio monólogo, se acercó a la cocina a prepararse un café: calentó la leche en el microondas, le echó una cucharada de café soluble y otra de azúcar, y cuando ya tenía la taza humeando entre las manos se dijo: « Si este a este cuerpo ya le queda poca traca, a esto habrá que echarle un chorro de orujo». Cuando Agustín se estaba echando el orujo en el café, Fernandita entró en la cocina con disimulo y se fue hasta su cuenco con agua. 

—¿Tú también quieres, verdad? —y mientras lo decía dejaba caer el orujo en el cuenco.

«A ver si borracha te apetece escucharme, que esto es serio. Te estaba diciendo que me iba a suicidar y te has ido. Ya sé que no hemos avanzado mucho; ni si quiera hemos decidido aún el cómo. Pero dejemos eso para el final, bueno, para lo último dejaremos la muerte, el cómo lo dejaremos para lo penúltimo, ¿no crees? En internet seguro que hay millones de ideas ingeniosas, indoloras y rápidas. Lo que importa ahora es el cuándo. ¿Hoy? Hoy es muy precipitado, apenas me he hecho a la idea y hay muchas cosas sin decidir aún. ¿Qué tal el domingo que viene? Sí, el domingo es un buen día para el suicidio. Descansaré todo el día y por la noche lo hago. ¿O no? ¿Será mejor morir de buena mañana o descansado y por la noche? Yo creo que por la noche mejor... ¿No? ¿No dices nada, ni si quiera un maullido? ¡Fernandita! ¿Qué vas borracha ya? ¡Claro! Si no has parado de tragar... ¡Y qué haremos contigo! ¿Te suicidarás conmigo, no? No, mi gatita preciosa, no me mires con esos ojos. Vale, no te llevaré conmigo; tú te quedas aquí con lo abstracto y lo complicado. Si es lo que quieres... ¿Pero de verdad que te vas a quedar sola? ¿Y quién te pone de comer a ti y te cuida? Freddy Mercury dejó sus gatitos al morir, pero se los dejó a su ex-mujer a cambio de la mitad de su fortuna. Yo ni tengo ex-mujer ni fortuna; tan solo a ti, Fernandita, y si me dices con esos ojitos que no te quieres venir conmigo, pues ya está todo dicho. Pero yo tampoco te puedo dejar aquí: sería cruel. No, eso no. Me puedo esperar. Sí, justo, eso haré. Tengo toda la vida para suicidarme. ¿Qué te parece si me espero a que te vayas tu primero y ya me suicidaré yo luego, total, ya estás mayor, sigues siendo preciosa, pero te pesan los años, Fernandita.»



Fernandita se quedó dormida allí mismo y Agustín, que ya se había acabado el carajillo, se rellenó el vaso de orujo y se sentó junto a la gata hasta que se le ocurriese algo que contarle y la despertase con un pellizco en un pezón.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Quema

Lo peor de escribir con el ordenador es que no ves cómo arde la basura al quemarla, cómo mucho has de conformarte con la imagen de una papelera que no existe; y no te queda otra que confiar en que la máquina destruirá mierda y no permitirá que asome, inoportuna, en el futuro. Eso con las llamas con pasa. 

jueves, 16 de mayo de 2013

Lágrimas 2.0


Hace ya un par de años escribí un pequeño relato llamado Lágrimas, y de entre todas las pamplinas que he escrito, a ese le tengo cierto apego. Y siempre que tengo una excusa lo rescato de la entropía y el olvido con el que internet lo cubre todo. En esta ocasión, me he permitido la licencia de experimentar con lo audiovisual. La idea de convertir un relato en un vídeo me la encontré en una charla sobre literatura que daba  Mónica Carbajosa, en la Semana de las Letras de la Universidad Complutense de Madrid. Ella los llama cortocuentos. Aunque ella añade al texto algunas fotos y otros sonidos. Yo, en cambio, no quiero enriquecer el texto, sino jugar con las posibilidades que esta técnica me ofrece para controlar el ritmo de lectura. Y en este caso en particular, poder enfocar la lectura en cada frase me parecía idóneo para conseguir el 'efecto' buscado.

lunes, 13 de mayo de 2013

Manzanar


Manzanar, California. Centro de reubicación para japoneses. 1942.

Aquí, las noches de tormenta son de vigilia; el aire corre con tanto ímpetu que aúpa los guijarros y los hace estallar contra las paredes del barracón; y la arena se conjura con la tierra en una vorágine incesante que atraviesa las tablas por los resquicios  y te sepulta mientras duermes. Las noches de tormenta, las paso acurrucada en mi camastro de paja, con la cara cubierta por una bufanda y con gafas de sol en los ojos, como hacemos todos cuando hay tormenta, para no ahogarnos con el polvo. Y aquella noche, era de tormenta.
Miro a Rose, abrazada a sí misma, ingenua, tan niña; intentando soñar, negándose a sucumbir a la vigilia y es la primera vez que sonrío en los dos meses que llevo aquí. Aunque diferentes, en Sacramento, las tormentas también eran de vigilia: las dos nos quedábamos despiertas a escuchar el repiqueteo de las gotas en el cristal y a jugar a decir cuántos segundos pasarían entre el rayo y el trueno. Recuerdo el sosiego entre el destello y el estruendo…
No le quito el ojo a Rose, hay cierta calidez en su obstinación, pero no tarda mucho en darse cuenta de que la noche iba a ser ruidosa, larga y polvorienta, y se gira, y se retuerce como una culebrilla antes de mirarme, y me dice que no puede dormir, que estas tormentas no le gustan. Yo le hago venir junto a mí y la abrazo.
—   Chikako —me dice, inocente—, ¿qué es nisei?
—   Habla más bajito, Rose, que es muy tarde.
En el barracón las voces cruzan la estancia de una punta a otra con una facilidad absurda, sin paredes que se lo impidan. Me cuesta acordarme de cómo era desnudarse, ducharse o sentarse en una letrina a solas. La intimidad me parece ya un lujo lejano. Por suerte, aquella noche era de tormenta y los ronquidos del señor Noguchi se habían ahogado en la lluvia de piedras.
Rose asiente con la cabeza y repite la pregunta.
—   ¿Dónde has escuchado esa palabra? —le pregunto.
—   En la escuela.
—   Nosotros somos nisei —contesto, con una sonrisa tapada—, somos hijas nacidas en Estados Unidos de padres japoneses.
Rose asiente con la cabeza, no sé si entiende. Yo, prefiero que no entienda; que no me pregunte por qué estamos aquí ni que me interrogue sobre las causas de las cosas. No necesita saberlo. Aún es inocente, pura, ajena a los odios y a los pleitos de este mundo. No quiero tener que decirle que el país en el que ha nacido la había recluido por ser nisei. Y con ella, a sus padres, a su hermana y a cien mil japoneses más. No pregunta, pero me abraza fuerte; quiere que siga hablando, no quiere oír la tormenta, y yo,  por concederle el capricho o por intentar hacerla entender, le recito a Whitman:

« Mi lengua y cada molécula de mi sangre nacieron aquí,
de esta tierra y de estos vientos.
Me engendraron padres que nacieron aquí…»

Se me olvida el siguiente verso, quizá solo quiero acordarme de esos… y con la primera piedra que cae en mi silencio, Rose me abraza con más fuerza. La sangre hierve bajo mi piel al recordar la carta. El rostro de mi padre al leerla me oprime en la sien, como si mi cráneo fuera la jaula de una alimaña que se abre paso a zarpazos. Evacuar. Sí. Esa es la palabra. Nos iban a evacuar. Oigo sollozar a mi hermana bajo la bufanda y trato de tranquilizarla, y sin quererlo eso sale de mí:

«Yo, tranquilo, serenamente plantado ante la naturaleza…»

No, no quería recitar eso. Estamos aquí por tener los ojos rasgados. No quería pedirle paciencia, pero volví a vomitar a Whitman:

«Yo, dondequiera que viva mi vida, quiero hacer frente a las contingencias
Y encarar la noche, las tormentas, el hambre, el ridículo, los accidentes
Y los rechazos como lo hace el animal.»

Rose deja de llorar, y yo me pregunto si entenderá los versos. Parece que duerme en mis brazos. Solo entonces me atrevo a susurrarle esa estrofa al oído. Sí, esa y no otra:

«¡Quitad los cerrojos de las puertas!
¡Quitad las puertas mismas de sus quicios!
Quien degrada a otro me degrada a mí,
y todo lo que hace o dice vuelve a la postre a mí. »

Me alegro de que Rose no me oiga y espero a que amanezca, con una duda en la cabeza: ¿Cómo los mismos que estudian a Whitman en las escuelas, me han arrancado de mi casa y me obligan a digerir polvo, a hacer mis pezones de todos y a pedirle a Rose que espere, que todo pasará?



@asencionavarro

lunes, 6 de mayo de 2013

Basura

Padre. Dime. ¿Por qué están robando la basura esos señores? No la roban, la basura no se puede robar; ¿no ves que no tiene valor?, las cosas que no tienen valor es imposible robarlas. Ah, vale.

lunes, 29 de abril de 2013

La Rosa

Rosa de nieve,
qué blanca eres
y qué tan singular
que tú
eres la flor
que huele 
a otra flor.

Sí, pálida florecilla,
tú eres la flor
que huele
a su amiga,
la vainilla.

Qué tan singular serás
que tu piel
se me clava
en las espinas.

Y sangro yo
y no tú.

Pero qué más da,
si puedo oler esa flor;
esa rosa
que huele 
a vainilla.


Experimento con el verso libre por motivo del Día de San Jorge. Regalo para Sandra.




miércoles, 20 de marzo de 2013

Un diamante


En el  verano del cincuenta y tres yo tenía quince años y trabajaba en el bar de mi tía Conchi haciendo cualquier cosa que no requiriese demasiada habilidad. Un día de agosto… quizá fuera un ocho de agosto por la noche, estaba yo barriendo las colillas, las servilletas arrugadas y los huesos de aceituna del suelo  mientras mi tía leía sentada sobre la barra. Ya habíamos cerrado, pero Joaquín Paniagua irrumpió en el bar como si fuera el jefe del lugar.
— ¡Buenas noches, Concepción! — dijo mientras se acercaba a la barra.
Una vez dentro, se quedó de pie, esperando contestación pero no encontró más que silencio.
—¡Qué sucio tenéis esto! — espetó, con cara de asco y enviando de una patada un hueso de aceituna a la zona que ya había barrido.
—¿Qué quieres, Joaquín? — contestó mi tía sin levantar la mirada del libro — Estamos recogiendo ya.
—Pues quiero un orujo, que esta noche estoy más contento…
—¿Y eso, señor Paniagua? — le pregunté.
—Tú qué ibas a entender… si te falta el pelo en el pecho — respondió despreciándome—. Ponme algo y sigue a lo tuyo, que ya te llegará la vida.
Joaquín Paniagua era un completo idiota. Una escopeta de moralina; un pseudo-sabío  al que tan solo dejábamos entrar al bar porque Conchi jugaba con él;  y todo hay que decirlo: disfrutaba mucho haciéndolo.
—Anda, ponle lo que quiera y que se calle— me dijo desde su lectura.
Le serví un buen chorro de orujo del malo en un vaso cuestionablemente limpio y volví a lo mío, a barrer.
—¿Qué no quieres saber por qué estoy tan contento, Concepción? —volvió a abrir la boca, ahora con la bebida en la mano.
—Te lo acaba de preguntar el chiquillo y lo has mandado a paseo…
—Pues el caso—arrancó—, es que me siento invencible —se congratuló de sí mismo.
—¿Cuántas veces han intentado robarte el diamante ese que guardas? — contestó Conchi en voz baja.
Paniagua, el escuchar tal cosa se quedó helado.
—¿Robarme? —reaccionó con asombro y casi con susto— ¿Robarme un diamante? —insistió— No sé por qué habrían de tener que robarme a mí un diamante. Ojalá tuviera yo un diamante…
—La próxima vez que tengas un diamante no hables de él en un bar de pueblo, y si lo haces, al menos no seas tan bobo de creer que nadie se va a enterar— susurró mi tía, aún sin abandonar la lectura—. El otro día te escuché decirle a tu hermano que habían intentado robarte otra vez, así que supongo que no fue la primera. Y por lo visto, tampoco la última. Aunque si lo que quieres es saber por qué creo que lo han vuelto a intentar es porque dijiste, por lo menos, siete veces durante la cena, que te sentías invencible, la misma frase que acabas de decir —añadió, levantando la voz gradualmente; saboreando el jugo que soltaba el cinismo de Joaquín al exprimirlo—. Tiene sentido que piense que han intentado robarte el dichoso diamante de nuevo, ¿no crees?
Cerró el libro, lo dejó apartado en la barra y contempló como el temple y la vanidad de Joaquín Paniagua se desplomaba. El hombre se quedó callado, sin saber qué decir, cosa que le confirmó a mi tía la veracidad de su argumento. Mi tía, al darse cuenta de esto, cambió su actitud por completo. Sus piernas, que esqueléticas colgaban del mostrador, se balanceaban haciendo alarde de su disfrute. Se le pusieron los ojos chisposos y comenzó a dar golpecitos sobre la madera de la tarima. Yo ya sabía que cuando se ponía así no se podía hacer nada. Aquellos síntomas no fallaban: alguna idea se había atrevido a entrar en su mente, a agarrar a la curiosidad por los pelos y a traerla a escena. Y no sé yo como será la curiosidad del resto de mortales, pero  la de Concepción Margallo García era la más pesada, pedante y latosa que yo jamás he visto.
—Estás hecha toda una maruja —refunfuñó intentado disimular el enfado en la voz—. Poco te importará lo que tenga o deje de tener, así que dile al niño que eche otro chorrito de esto y dejemos el asunto en paz.
Mi tía me miró y me hizo un gesto para que le llevase la botella de orujo.
—Ahora que sé que es verdad, porque antes lo intuía pero al verte reaccionar así lo tengo más que claro, me lo vas a tener que contar a no ser que quieras que todo el pueblo se entere de que guardas un diamante en casa… — le chantajeó mientras le llenaba el vaso—. Y eso, seguro que no evita que dejen de visitarte los ladrones…
—Si es que no sé para qué digo nada —farfulló entre dientes Joaquín—. He decir que lo de los ladrones me importa más bien poco: ese no es mi problema, aunque agradecería la discreción.
—Pues ya sabe usted, señor Paniagua. Hable —ordenó con retintín.
—Verás— dijo antes de detenerse, quitarle un buen sorbo de orujo al vaso y continuar—, hace un mes, estaba en casa; la misma en la que vivieron mi padre, mis abuelos, mis bisabuelos y no sé si alguna generación más. Mis padres vivieron allí, y mi madre, al morir me la dejó a mí… ¡Pero bueno, qué más dará todo esto! El asunto es que   al cruzar el pasillo, noté algo raro al pisar una baldosa. La tanteé un poco con el pie y parecía que estaba suelta, y si no suelta, más holgada que el resto de baldosas. La verdad es que no me sonaba de nada que allí hubiera un ladrillo defectuoso. Nunca me había llamado la atención hasta entonces, pero ahí estaba esa dichosa piedra moviéndose. No le hice mucho caso: lo dicho, lo toqué un poco con el pie pero lo dejé estar, e igual  la segunda y la tercera vez que sentí el tembleque. Yo no soy ningún maniático ni nada por el estilo, pero ver ese baldosín medio hundido junto a los otros, tan perfectos, tan llanos y bien puestos, así que al tercer día de hacer aquél desagradable hallazgo intenté arreglarlo. Le dije a Jaime, el hijo de la panadera, que se pasase por la tarde y que pusiese aquello bien… Mi sorpresa llegó cuando levantó la pequeña losa. Un objeto  asomaba de la tierrecilla que había bajo el piso. Cuando vi aquello, eché al zagal, por la naturaleza misteriosa del propio objeto, y fui a ver qué era aquello.
—Qué interesante—comentó mi tía mientras Joaquín se tomaba un respiro y probaba de nuevo el orujo antes de continuar—. Sigue, anda, sigue.
—Pues cuando comprobé que el hijo de la panadera se había marchado, desenterré la cosa y resultó ser un pequeño joyero de hojalata. Tenía grabadas las iniciales de mi abuelo, o también podría decirse que las mías, ya que me llaman así por él. Dentro tenía un saquito de cuero que se mantenía perfecto e intacto: pulcrísimo. Lo agité y oí que algo interesante sonaba en el interior. Era un ruido genial, un tintineo celestial, una melodía angelical, música de las estrellas, un…
—Sí, sí—interrumpió mi tía—. Ya me imagino que sabes lo que es una metáfora y un sinónimo. Mi imagen de ti no es tan baja, así que te agradecería que te guardaras la pedantería en el bolsillo y siguieras con la historia. Y mejor si vas al grano.
Paniagua frunció el ceño. Parecía que iba a decir algo al respecto, pero finalmente ahogó su réplica en otro trago más. Conchi atendía al vaso como si fuera su propio hijo; cuando amagaba con vaciarse descargaba un chorretón de licor y lo devolvía a su estado original. Joaquín, estaba tan encendido con su discurso que creyó haberse quedado en el segundo vaso y ni se percató de que como poco, la cuenta se le quedaba tres veces corta. 
—Si no me interrumpieras… — se quejó antes de seguir—. ¡Olvídalo! Haré como que no has dicho nada y seguiré a lo mío. Te estaba diciendo, que dentro de la bolsa había dos piedras, que resultaron ser preciosas. Y…
—¿Cómo? —volvió a interrumpir— ¿No estábamos hablando de él diamante, en singular? ¿Por qué hay dos piedras? —preguntó, aumentando el ritmo con el que sus dedos golpeaban la barra del bar.
—¡Ajá! Pues no debería decírtelo
—Tú y yo sabemos que la soberbia no te va a dejar salir por la puerta sin explicarnos porque demonios eres el más rico de España. 
—¡Cómo eres! —dijo tratando de esquivar el comentario y continuó, dándole la razón a mi tía— Eran piedras espléndidas. Yo aún no sabía que eran diamantes, es más, ni si quiera sabía qué hacer con ese tesoro. Lo primero que se me ocurrió fue llevárselo a Martín, el joyero, pero ya sabes que es un mentecato incapaz de ser una pizca de discreto. Y su mujer… ¡Ja! Su mujer es una víbora, una de esas mujerzuelas que van saltando de viudo en viudo… ¡Qué raro me parece que se haya agenciado a un joyero! ¡A ver…!
—¡Maldito mezquino! Céntrate y continúa con la historia.
—No me muerdas…—soltó con voz turbia, con la lengua patinando sobre el orujo.
—No me obligues.
—Lo siguiente que hice fue ir a buscar a mi hermano —reanudó al ver la cara con la que Conchi le contestó—. Él es un hombre de mundo, que hace negocios aquí y allá, que ha viajado y sabe de estas cosas. Es un poco corto: la cabeza no le da para más, pero es discreto. Cuando se los enseñé se quedó fascinado, el pobre no había visto nada tan valioso en su vida. Tuve el atino de no decirle que me las encontré en la casa de nuestros padres, porque que no quería que me reclamase una de las piedras. Me inventé una excusa burda que se creyó. Ya os he dicho que no tenía muchas luces. Hablamos sobre qué hacer. La opción de hacerlo público la descartamos la primera: no quería ni que me quitasen el diamante ni que me tachasen de masón o de ladrón. Él me dijo que hace años conoció a un hombre que se dedicaba a tasar y a poner en contacto a interesados en comprar y en vender joyas de estraperlo. Por lo visto era un buen negocio. Me pareció buena idea, quizá incluso encontrase alguien que lo comprara.
»A los dos días quedamos con este hombre. Su nombre no importa ahora. Parecía ducho en la materia: fue él el que nos dijo que eran diamantes y el que nos explicó que es más correcto referirse a ellos en singular. Por lo visto, la joya es tan famosa que hasta tiene una historia propia. Me detalló, incluso, que las piedras pertenecían al mismo diamante en bruto, que éste era tan grande que el orfebre que pulió la roca originaria decidió dividir en dos el tesoro. Por lo que él me contó, tan gigantesco era el diamante madre, que de haber intentado acicalarlo y dejarlo de una pieza podría haberse desmenuzado en miles de cristales. Valiosos todos ellos, sí, pero esa multitud no tendría ni la décima parte del valor de uno de los dos diamantes. También me contó, al hilo de esto, que tenían hasta nombre propio: Adamas y Diamas. Da igual cuál es cuál porque son totalmente idénticos. Lo más curioso de todo es que circula cierta leyenda entre los orfebres, los joyeros y las personalidades de la calaña de este traficante de que dos diamantes como éstos se extraviaron, por decirlo de alguna forma, durante la guerra.  Incluso se dice que pertenecieron a los Borbones.
—Ya veo —asintió mi tía—. Así que se trata de un diamante… dividido en dos, pero uno al fin y al cabo. Es raro, aunque si lo piensas bien… la Santísima Trinidad la forman tres y nadie la cuestiona. Sigue, anda.
—Se ve que es un diamante complicado de vender —siguió con su historia—, así que el canalla de las joyas me aconsejó que lo guardara a buen recaudo mientras él intentaba conseguirme un comprador. Es tan valioso el tesoro que guardo que apenas unas pocas personas en el mundo pueden comprarlo, ¿puedes imaginarte cuán valioso es? —dijo alargando el cuello y frunciendo las cejas— ¡Pues claro que no puedes imaginártelo! —se contestó a sí mismo— Es desorbitado lo que valen… hasta yo quedé fascinado —presumía, con una gota de saliva deslizándose entre la comisura de sus labios—. El problema es que no tenía donde guardarlo. Pensé en devolverlos a su sitio, pero el hijo de la panadera ya sabía algo. No me fiaba.
»Aquello suponía una verdadera preocupación, pero mi hermano y su amigo el traficante, me dieron la solución. No me extraño, porque ya te puedes hacer una idea de lo que saben los que están en ese mundillo. Me presentaron a un tercer individuo, éste era un especialista en crear sitios seguros para guardar objetos valiosos. Tampoco me preocupó si podía hablar de más por ahí,  porque su fama dependía de que no le robaran a sus clientes, y yo ahora era uno más, quizás el más especial de todos. El nombre de éste tampoco importa, solo te diré que era todo un profesional. Me prometió que la sala en la que guardara el diamante sería más segura que el propio Museo del Prado y que para ello iba a traerme una aparato recién inventado en los Estados Unidos, con el cual, cualquier caco que se atreva a entrar en mi casa se llevará el susto de su vida, pues sonaría un estridente ruido que haría que yo y mis guardias salgamos, con escopeta en mano, a recibirle. Y todo esto en el peor de los casos, porque que la seguridad sería máxima con las nuevas puertas y ventanas que me prometieron que serían infranqueables. ¡Saldrán corriendo! ¡Es genial! ¡Las modernuras acabarán por comernos!
»El único inconveniente es que toda esta parafernalia me resultó cara. Muy cara. Demasiado cara. Incorporar tales niveles de seguridad a mi casa no fue cosa barata, pero, ¡qué más da! Apenas es un pellizco de lo que ganaré cuando venda el diamante.
—Ya me imagino por dónde seguirá todo esto, pero aún así, continúa que se hace tarde —sentenció mi tía.
—¿Sí? ¿Ya lo sabes? ¡Pues vaya con la Conchi, qué inteligente que ha salido! ¿Así que ya te imaginas que la seguridad ha sido tan buena que en este mes han intentado robar catorce veces y ni en una sola ocasión lo han conseguido? ¡Ja! ¡Estúpidos ladrones! ¡No pueden con tanta tecnología! ¡Soy invencible!
—¿Habéis atrapado a alguno? —inquirió con intriga mi tía.
—¡A ninguno!¡Eso es lo mejor! ¡Ni se atreven a acercarse al diamante! ¡Oyen el ruido y salen escopetados, como liebres! ¡Ja! ¡Estúpidos ladrones! ¡Soy invencible!
—Ya va siendo hora de que te metas en tu fortaleza y dejes de vaciarme botellas —sugirió Conchi.
—¡Por una vez tienes razón! ¡Conchi, Conchita, Concepción, qué lista eres, madre! —gritó, haciendo alarde de su borrachera— ¡Bueno, bueno! ¡Me voy ya! ¡Apúntamelo en la cuenta, que ya te pago!
Joaquín Paniagua salió tambaleándose del bar de mi tía, yo acabé de barrer, cerramos el bar y nos fuimos a dormir. Estuve dándole vueltas toda la noche a la historia del señorito Paniagua hasta que me dormí. No sabía si creérmela y no fue hasta la mañana siguiente cuando salí de dudas. A primera hora, con el bar recién abierto y cuando aún no había nadie, Joaquín entró por la puerta del bar. Esta vez no traía aires de grandeza, ni verborrea asfixiante. Venía tembloroso y con la piel del color del mármol. A primera vista me pareció que el orujo le había sentado mal, pero la causa de su malestar era otra.
—Lléname un vaso con lo de anoche— ordenó Joaquín Paniagua con voz tristona.
—Te veo jodido— le dije.
—¿Jodido?—amagó un enfado— Pues sí, niño, estoy jodido, así que déjame tranquilo —terminó, diluyendo el primer tono agresivo en su más que patente malestar.
—¡Mira, si ha venido el invencible! —espetó mi tía— Hoy ya no se te ve tan bien, ¿qué te han robado el diamante?
—Tan lista como siempre… Pues sí, me han quitado el maldito diamante.
—¡Diantres! ¿Cómo ha sido? —pregunté alarmado.
—Esta mañana, bien pronto, me he despertado y ya no estaba— me contestó, esta vez sin fuerzas para despreciarme—. Las puertas y las ventanas están intactas, y el ruido no sonó. He aplicado el método Paniagua…
—¿Cómo? ¿El método qué? —preguntó mi tía, sorprendida al tiempo que soltaba una carcajada— Podrías explicarme en qué consiste ese método.
Joaquín obvió las risas y comenzó la explicación, como si todo le importara nada:
—No te rías. Es pura lógica. Si parto de las premisas adecuadas llegaré a conclusiones certeras. Pero el método me ha fallado. Si las posibles entradas, que son inquebrantables están intactas y si el sonido de advertencia que indica que alguien ha entrado en la habitación no ha sonado, la lógica me dice que el diamante ha de estar en su sitio, pero no lo está. Y del modo contrario: si el diamante no está y nadie puede haber entrado en el salón sin que yo lo sepa… ¿Qué demonios ha pasado? El lugar estaba completamente cerrado, a cal y canto. No entiendo nada…
—Eres el Descartes de lo absurdo, un burdo Aristóteles que se recrea en su método. ¡Patán! —decía Conchi gritando como una posesa—. ¿Qué me darías si te encuentro el diamante, y encima, te explico cómo lo han hecho?
—¿Podrías tú hacer eso?
Aquel personaje alicaído, pasó por alto los insultos y dejó que los ojos le brillaran al oír el trato que mi tía le proponía.
—Esa no es la pregunta, la cuestión es qué me darías.
—Después de pagar la seguridad no me queda mucho…
—Póbrecito. ¡Míralo! ¡Ayer cuando tenías un diamante no decías lo mismo! Pero te entiendo y me adapto. Con que me pagues el doble de lo que me debes, me conformo. Piensa en que te hago el favor gratis y tú tan solo pagas los intereses tu deuda. Que no es poca.
Joaquín solía ir a diario al bar, pero nunca pagaba y si lo hacía era cuando mi tía le amenazaba con no servirle una gota de orujo nunca más. Y ni siquiera en ese momento saldaba toda su cuenta, sino que pagaba una parte y seguía engordando lo debido. Mi tía tan solo lo permitía porque le gustaba su presencia, o mejor dicho, le gustaba jugar con él, con sus ideas y reflexiones. En cualquier caso, el dato que nos importa ahora, es que lo que Joaquín Paniagua debía al bar de Conchi no era poca cosa.
—De acuerdo, que así sea— asintió, con creciente ánimo.
Mi tía no pudo contener su alegría aún cuando la intentaba disimular: la comisura del labio le temblaba y sus ojos se desplazaban por toda la habitación compulsivamente, como si viese algo que el resto no podíamos ver. Hasta se acercó a la barra para poder darle golpecitos con los dedos. Estaba nerviosa, sus gestos así lo traslucían, aunque Joaquín estaba cabizbajo, enfrentándole la mirada al vaso de orujo y no se percató.
—Joaquín. Mira.
Al tiempo que le dedicó la mirada a mi tía, ésta sacó del bolsillo un pañuelo moquero anudado que parecía envolver algo. Le quitó el nudo con manos temblorosas y nos mostró que, en efecto, allí estaban las dos piedras preciosas.
—¡Tú! ¡Ladrona! —gritó exasperado Joaquín— ¿Cómo? ¿Cómo has podido? ¡Maldita…!
—¡Calla, idiota! ¡Un trato es un trato! Paga ahora y te cuento el resto.
Joaquín Paniagua sacó la cartera y le dio todo lo que tenía. No era el total de la deuda, pero era un buen pellizco y mi tía aceptó ya que hasta habría pagado por poder contar cómo lo había conseguido. Una vez con el dinero guardado, y sin que ninguno de los dos nos lo esperáramos, Conchi le gritó: «Toma, cógelo, que es tuyo », y le lanzó, de mala gana, uno de los dos pedruscos para que lo atrapara al vuelo. Joaquín no pudo cogerlo y acabó en el suelo, convertido en polvo de diamante. Éste, no pudo contener que un río de lágrimas, engendrado por la ira, brotase de sus ojos. El color de su cara se tornó en el de la lava volcánica, y por las onomatopeyas y gestos que hacía, su temperamento debía estar igual que caliente que el propio magma.
Joaquín se acercó a mi tía enfurecido, con los ojos inyectados en sangre y con intenciones asesinas, pero para suerte de Conchi la barra estaba entre los dos.
—O te tranquilizas o estampo el otro contra el suelo—amenazó, sujetando el diamante en alto—. Mira lo que voy a hacer… —insinuó mientras rebosaba tanta satisfacción que le exudaba por los poros.
Mi tía alargó la mano, sin perder de vista a Joaquín, y sacó de su bolsillo una pequeña navaja, que desenfundó y apoyó sobre el diamante.
—Sabes lo que significa si consigo rayar la piedra, ¿verdad? —le preguntó al cuerpo enfurecido que se encontraba tras la barra, mientras ella soltaba una carcajada cruel.
Desplazó la navaja por la joya y el filo dejó tras de sí una estela en la piedra.
—¡Ja! Mira, mira, qué raya tan bonita. ¿Sabes lo que eso significa, verdad que lo sabes, no?
Conchi le volvió a lanzar la piedra, pero esta vez con intención de que lo atrapara al vuelo. Joaquín lo cogió, y al ver el rayajo, su color y su calor pasaron a ser el del hielo. Agarró el pedrusco con las dos manos y se quedó contemplando la imperfección durante un rato largo.
—Venga, aplica ahora el método Paniagua —ironizaba—. Vamos, que te oiga yo… —y sin dejarle hablar, continuó—. Vale, yo lo aplicaré, no te preocupes. Si el diamante es el mineral más duro del mundo, y si entendemos la dureza como la resistencia a ser rayado, el diamante no puede ser rayado por ningún otro mineral. Por tanto, si eso a lo que llamas diamante, ha sido rayado por el filo de mi navaja: eso a lo que tú llamas diamante no es un diamante.
—Es imposible…
—No, no lo es. Y si sigo aplicando tu ridículo método llegamos a la conclusión de…
—¡Calla, mujer! —ordenó Joaquín desde su estado depresivo.
—No, no me callo, que ahora llega lo más divertido. Habíamos pactado que te iba a contar cómo lo he hecho.
—Pues yo me voy… No aguanto esto más…
Joaquín se bebió lo que le quedaba de orujo y se fue, cabizbajo, con el rostro pálido y los ojos hundidos.
—Menudo idiota… —murmuró mi tía cuando éste ya había salido por la puerta.
Yo había permanecido callado, silenciado por la presión que el asombro me ejercía en el pecho. Cuando Joaquín Paniagua se marchó, hice recuento de lo ocurrido y me percaté de que no había entendido nada. ¿Cómo había conseguido robar el diamante con tanta seguridad? ¿Por qué era falso el diamante? Preguntas y preguntas empezaron a burbujear en mi mente.
—¿Qué ha pasado hoy aquí, tía?
—Ya veo… Pues la verdad es que es sencillo —comentó, subiéndose de un brinco a la barra, frotándose las manos y en resumidas cuentas, dando a entender que iba a disfrutar explicándomelo—. Cuando Joaquín vino ayer y nos contó la historia de los diamantes me di cuenta de que había algunos puntos negros en lo que decía. ¿No te parece extraño que de catorce intentos de robo no hayan sido capaces de detener a nadie? A mí, por lo menos no me parecía posible. Si de verdad existía tal seguridad, era una idea boba seguir intentando robar la joya tras trece intentos, ¿no crees? Esto desató mi curiosidad, y no me dejó dormir. Estuve dándole vueltas toda la noche, hasta que no aguanté más y fui a ver, por mi misma, empíricamente, por qué los ladrones seguían intentándolo.
»Fui hasta casa del Paniagua, y con el único problema que me topé es con una puerta con dos cerraduras y una reja en las ventanas. Si eso eran las entradas inviolables de las que hablaba… Bueno, lo que hice fue abrir las dos cerraduras con una ganzúa. Una sabe ciertos truquillos, y aquella cerradura se rindió ante mi maña y un alambre. Entré con cuidado, tan solo quería saber cómo funcionaba el aparato detector del que nos había hablado, y por si acaso, me preparé para salir corriendo en caso de que sonara. Si catorce rufianes lo habían hecho antes, no me creía tan tonta como para fallar. Lo sorprendente es que no ocurrió nada. Entré y cogí las piedrecillas, que estaban en medio de la habitación, sobre una vitrina. Al llegar a casa, los acaricié con un cuchillo y se rayaron. Eran falsos.
—¡Vaya! Entonces, ¿nos ha engañado? — pregunté asombrado— ¿Toda esa parafernalia traída de América era mentira?
—No. Me temo que él se creyó todo eso. ¡Pobre mezquino! ¡Ja! Le habían estafado.
—¿Estafado?
—Sí. Cuando entré y no sonó ningún ruido, todo cobró sentido. La forma tan extraña de encontrar los diamantes, el desprecio a la inteligencia de su hermano, la gran suma de dinero que le cobraron por instalar la seguridad en su casa, los catorce robos en apariencia…
—¿Cómo? —insistí, confuso.
—Verás, el diamante tan solo era una distracción. Su hermano, colocó el diamante ahí para que lo encontrara. Éste, era consciente de que acudiría a él en busca de ayuda y de que, además,  lo tenía por tonto. En realidad, fue muy astuto. Planeó todo a conciencia y simuló ayudarle, tan solo para conducirle a sus dos compinches, que culminaban la farsa: el tasador y el que le instaló el aparato, que dudo que exista. Inventaron historias tan rebuscadas para darle coherencia, ¡hasta le pusieron nombre a los diamantes! El timo consistía en desviar su atención hacia el diamante: hacerle creer que ahora era rico, y cobrarle un dineral  por proteger el diamante, que aunque fuesen muchos millones de pesetas, nada sería en comparación con el valor del tesoro que ahora tenía. Es un plan astuto, he de reconocerlo.
—Ya veo… y… ¿y los robos, por qué catorce robos? ¿se corrió la voz de que tenía un diamante?
—No, lo más seguro es que su hermano y sus secuaces simularan robar para hacerle pensar que el aparato detector funcionaba a la perfección. Los robos tan solo son una mentira que acaban por construir una ilusión coherente.
—Ahora todo cuadra…
—No. A decir verdad, no hay forma de saber si todo esto que te acabo de contar es cierto. Tan solo es deducción, lógica. Pero desde luego tiene sentido. Sea cierta o no, me ha servido para sacarle un buen pico al patán de Joaquín.

miércoles, 13 de marzo de 2013

La muerte de Ivan Ilich

Microrrelato inspirado en "La muerte de Ivan Ilich", de Tolstoi:

Muriéndose, concediendo ya sonata de aullidos y estertores, la banalidad se le acercó al oído y le susurró: «Parece ser que me serás fiel hasta el final ». Ivan Ilich, al oír esto, miró en los ojos de ella y vio su propia vida. Entonces lo comprendió, se había equivocado de amante. Quitó su mano de la boca de la muerte, esa que trató de mantener silenciada durante su vida, y la dejo hablar: «¿Lo comprendes ahora?», le dijo ella, la muerte. «Sí, ahora sí. Libérame.», le respondió él.

domingo, 10 de marzo de 2013

Ototoxicidad


Como cada martes desde hacía unos meses, Daniel y Fernando estaban reunidos al calor de dos tazas de humeante café negro, inmersos en la misma conversación semana tras semana.

—No sé cómo agradecerte todo el tiempo que le has dedicado… —dijo Fernando, con una voz temblorosa, débil y carcomida por la enfermedad.

—No diga usted tonterías, Fernando. Tan solo hemos conseguido una ristra de fracasos: uno cada vez mayor que el anterior — interrumpió Daniel, con toda la gravedad de sus palabras.

—Daniel, aún eres demasiado joven, ¿qué tienes? ¿Treinta? No, no llegas aún a los treinta—se contestó a sí mismo—. Eres un genio, por eso vine a ti, pero desconoces ciertos recovecos de la vida. Me voy a morir, quizá la semana que viene no tomemos café — se detuvo, respiró, le arrancó un sorbo a la taza y continuó—. Eso ya lo sabes, y lo supiste desde el primer momento. No he venido hoy a decirte que tu aparato no me ha servido, sino a darte las gracias.  El cáncer y toda la cicuta que he tragado me han ido quitando el oído poco a poco. ¡Los llaman ototóxicos porque afectan a la audición! Pero a mí me envenenan el alma… —elevó la voz, al tiempo que una lágrima surcaba las arrugas de su rostro.

—Ya veo lo importante que es para usted volver a escucharlos—asintió Daniel.

—¡No es cuestión de escucharlos! Para escucharlos me sirve tu invento: es un aparato fantástico, capta con supina precisión los sonidos millones de veces mejor que esos audífonos de usar y tirar que venden por ahí —reconoció, todo lo exaltado que su debilidad le permitía—. Pero no se trata de eso, conforme fui perdiendo oído empecé perder matices de Haydn, de Schubert, de Mozart… ¡Me pareció entender a Bethoveen! Pero solo me lo pareció —farfulló Fernando—. ¡Los matices lo son todo! Son los que conducen la espiritualidad de la música, el alma… ¡Ah! Pensarás que me pongo cursi, pero el problema de tu aparato es que no es capaz de captar eso: solo capta ondas. ¿Lo entiendes? No hay nada que hacer, querido Daniel. Y yo te agradezco que lo hayas intentado; que me hayas permitido soñar con volver a sentir la magia de la música.

—No le entiendo, Fernando… No puede existir tal cosa —dijo Daniel, contrariado.

—¡Qué joven eres, querido! —sentenció Fernando.


La conversación llegó a su término y se despidieron con la sospecha de no volverse a ver. No hubo más café los martes, ni más cháchara sobre el alma de la música. Fernando murió sabiendo que ningún oído artificial podía devolverle lo que había perdido: el sentir estético de la melodía; tan propio, tan subjetivo…Daniel, en cambio, vivió lo que le quedaba de vida pensando que todo aquello tan solo eran las últimas reflexiones de un pobre romántico y moribundo. Al fin y al cabo, Fernando se equivocaba: la espiritualidad y el alma nada tenían que ver con la edad.


lunes, 4 de marzo de 2013

El confesionario



«No sé si estará viva. Espero que sí. Tampoco le he dado tan fuerte. Ha sido un accidente. Quiero confesarme, decirle a toda España lo que acabo de hacer. Quiero explicarme para que veáis que ha sido un accidente. Quiero… quiero… ¡Joder! No sé por dónde empezar. Estoy muy nervioso, el corazón se me va a salir del pecho.  Estamos en el cuarto de confesiones escondidos, pero no sé ni cómo hemos acabado aquí. El Juli y Fabián están conmigo, y quiero que hablen y cuenten lo que ha pasado para que se sepa que no ha sido con mala intención. Yo casi no me acuerdo de nada, todo está borroso; no sé cómo explicarlo.
Solo recuerdo algunas cosas. Ha ocurrido en la cocina, he ido allí y estaba Vanesa haciéndose unas tostadas, me parece. Yo también quería merendar y el único cuchillo bueno para untar lo tenía ella. Mierda… si es que todo ha sido por una tontería… Ella tenía el cuchillo… y yo solo se lo he pedido. Ya sé que no nos llevábamos de puta madre, pero se lo he pedido bien. Ella me ha dicho que me jodiera y se lo he vuelto a pedir. No sé qué le ha pasado pero se ha alterado y se ha puesto a gritar y a amenazarme. Yo me he puesto nervioso y le he seguido el rollo. Nos hemos excitado y nos hemos dicho de todo, pero es que eso aquí es normal. Ya sabéis cómo funciona esto; hacemos el paripé un rato y luego no ha pasado nada, pero no sé qué le ha pasado por la cabeza. Se le han cruzado los cables y me ha tirado el cuchillo a la cara. Y casi me da, joder. Me he puesto como un loco  y he levantado más la voz; ella también se ha encendido aún más y  no dejaba de decirme de hijo de puta para arriba. Juli se ha metido en medio, ha intentado que nos calmáramos pero no se podía ya. Estábamos descontrolados, era imposible meterse a separarnos sin perder un ojo, porque, joder, yo cuando me enfado, me enfado. Y ella también tenía su pronto, ya lo sabéis.
 He visto que cogía otro cuchillo y que se acercaba a mí, he agarrado no se qué, lo primero que tenía mano, para defenderme. Al ver que no tenía intención de parar, me he asustado, le he visto los ojos e iba en serio. Juli ha intentado agarrarla y quitarle el cuchillo pero Vane se lo ha puesto en el cuello y lo ha echado para atrás. Yo me he acojonado, se le había ido la cabeza y conforme venía a rajarme, le he lanzado eso que llevaba en la mano, y le he dado en la cara, y se ha desmayado, y… me he quedado paralizado. Lo último que recuerdo es verla desmayarse. Se ha echado las manos a la cara, y al mirarse toda llena de sangre se ha caído, y no se ha levantado. Solo… solo puedo ver la mancha de sangre creciendo en el suelo. Os prometo que ha sido un accidente, yo solo me defendía. Tenéis que creerme. »

***

«Soy Julián Fernández Romero y estoy en el confesionario de la casa del reality show “El ojo de la verdad”. Acaba de ocurrir algo muy jodido. Fernando, El Bravo, como lo llamamos nosotros acaba de matar a Vanesa, a la Vane. Y digo que la ha matado porque prometo que no respiraba. Todo estaba lleno de sangre; le salía a borbotones de una brecha en la frente. Ni de coña está viva. Yo he intentado evitar que pasara, pero ya os digo yo que no se podía.
Fernando y Vanesa se habían enfadado por un cuchillo. Al principio era gracioso ver a los dos, ahí, despotricando, insultándose y poniendo a parir a la familia del otro, pero cuando El Bravo, le ha soltado el primer puñetazo en la barriga... ahí, justo en ese momento, me he dicho que aquello no iba a acabar bien. La otra… se ha quedado dolorida. Se le veía en la cara. Hasta le caía alguna lágrima del dolor. Se ve que se asustó y cogió algo para defenderse  -creo que una cuchara de guisar- y amenazó con estampársela a la cabeza si se acercaba. Aún así, no paraban de insultarse. Era un espectáculo. Yo intenté meterme otra vez a separarlos, pero me lo pensé dos veces; no quería que me diesen una paliza intentándolo. No escuchaban, ni tampoco atendían a razones; estaban idos de la puta cabeza.
No sé muy bien qué pasó justo después. Creo que la Vane le ha dicho que la tenía pequeña y parece que eso le ha hecho explotar al Bravo, aún más si se podía. Se le hinchó la vena del cuello y se puso rojo. Ahora ya os imagináis por qué lo llaman así. Un tío que es capaz de coger un cuenco de leche y golpear con él la cabeza de alguien hasta que se rompa en trocitos, no puede estar bien de la cabeza. Ya os lo digo yo.
No fue un puto accidente. Es mi amigo, pero no puedo mentir a toda España. Se ha dejado llevar, la ha cogido del cuello y le ha reventado el cuenco en la frente… Pensaba que me iba a matar a mí también. Reconozco que me he acojonado.»                                                  

***

«Yo soy Fabián, aunque eso ya lo sabéis. Lleváis viéndonos en la tele más de tres meses, y creo que como yo, no os esperabais esto. No sé qué coño hago aquí encerrado. Esto es una locura, apenas cabemos los tres y el resto de concursantes están fuera, golpeando la puerta. Quieren entrar, y como lo hagan van a linchar a estos dos. Yo no sé qué ha pasado, no estaba allí cuando la han matado. He llegado justo después. Ha sonado un golpe muy fuerte y he salido a ver qué pasaba, y allí estaba Vanesa, acostada sobre un lecho de sangre, de su propia sangre. Me he acercado y he comprobado que estaba muerta…
El resto, al igual que yo, ha ido a la cocina para ver qué era el ruido que había escuchado y se encontraron a Fernando sujetando lo que quedaba del bol con el que la había agredido, lleno de sangre, y a Vane tirada en el suelo. Su novio, al verla espachurrada, casi mata a Fernando. Julián y yo, conseguimos pararlo, pero no se tranquilizaba. Yo no iba a dejar que mataran a más gente.
Todos parecían comenzar a enfadarse y empezaron a pedirle explicaciones a Fernando. La habitación hervía; de ahí no podía salir nada bueno. No parecían escuchar. Vi a un par de ellos con los ojos inyectados en sangre y decidí encerrar a Fernando en el confesionario, o sea, aquí, pero la situación se volvió muy violenta. Todos se pensaron que yo estaba de su parte y cuando me dieron la primera hostia supe que nada iba a calmarlos. Vanesa era muy querida aquí dentro. Bueno, qué os voy a decir, erais vosotros, los espectadores, los que la votáis cada semana. Y siempre la hacíais ganar. Pues en la casa era igual. Todos la queríamos y la apreciábamos mucho, de forma no me extraño la reacción. Así que… no me quedó otra que esconderme aquí, con estos dos, sino quería pagar yo los platos rotos.
Una vez aquí dentro, el remordimiento ha empezado a carcomer a Fernando; se ha puesto a dar gritos y a pegarle puñetazos a la pared, pero claro, eso no va a recomponer la cara de Vanesa. No para de decir que quiere explicarle a todos los que ven “El ojo de la verdad”, lo que había pasado. 
Pero, menuda gilipollez, ¿de qué sirve intentar exculparte y explicar nada cuando has matado a alguien en prime time? »