En
el verano del cincuenta y tres yo tenía quince años y trabajaba en
el bar de mi tía Conchi haciendo cualquier cosa que no requiriese demasiada
habilidad. Un día de agosto… quizá fuera un ocho de agosto por la noche, estaba
yo barriendo las colillas, las servilletas arrugadas y los huesos de aceituna
del suelo mientras mi tía leía
sentada sobre la barra. Ya habíamos cerrado, pero Joaquín Paniagua irrumpió en
el bar como si fuera el jefe del lugar.
—
¡Buenas noches, Concepción! — dijo mientras se acercaba a la barra.
Una
vez dentro, se quedó de pie, esperando contestación pero no encontró más que
silencio.
—¡Qué
sucio tenéis esto! — espetó, con cara de asco y enviando de una patada un hueso
de aceituna a la zona que ya había barrido.
—¿Qué
quieres, Joaquín? — contestó mi tía sin levantar la mirada del libro — Estamos
recogiendo ya.
—Pues
quiero un orujo, que esta noche estoy más contento…
—¿Y
eso, señor Paniagua? — le pregunté.
—Tú
qué ibas a entender… si te falta el pelo en el pecho — respondió despreciándome—.
Ponme algo y sigue a lo tuyo, que ya te llegará la vida.
Joaquín
Paniagua era un completo idiota. Una escopeta de moralina; un
pseudo-sabío al que tan solo dejábamos
entrar al bar porque Conchi jugaba con él; y todo hay que decirlo: disfrutaba mucho
haciéndolo.
—Anda,
ponle lo que quiera y que se calle— me dijo desde su lectura.
Le
serví un buen chorro de orujo del malo en un vaso cuestionablemente limpio y
volví a lo mío, a barrer.
—¿Qué
no quieres saber por qué estoy tan contento, Concepción? —volvió a abrir la
boca, ahora con la bebida en la mano.
—Te
lo acaba de preguntar el chiquillo y lo has mandado a paseo…
—Pues
el caso—arrancó—, es que me siento
invencible —se congratuló de sí mismo.
—¿Cuántas
veces han intentado robarte el diamante ese que guardas? — contestó Conchi en
voz baja.
Paniagua,
el escuchar tal cosa se quedó helado.
—¿Robarme?
—reaccionó con asombro y casi con susto— ¿Robarme un diamante? —insistió— No sé
por qué habrían de tener que robarme a mí un diamante. Ojalá tuviera yo un
diamante…
—La
próxima vez que tengas un diamante no hables de él en un bar de pueblo, y si lo
haces, al menos no seas tan bobo de creer que nadie se va a enterar— susurró mi
tía, aún sin abandonar la lectura—. El otro día te escuché decirle a tu hermano
que habían intentado robarte otra vez, así que supongo que no fue la primera. Y
por lo visto, tampoco la última. Aunque si lo que quieres es saber por qué creo
que lo han vuelto a intentar es porque dijiste, por lo menos, siete veces
durante la cena, que te sentías invencible, la misma frase que acabas de decir —añadió,
levantando la voz gradualmente; saboreando el jugo que soltaba el cinismo de
Joaquín al exprimirlo—. Tiene sentido que piense que han intentado robarte el
dichoso diamante de nuevo, ¿no crees?
Cerró
el libro, lo dejó apartado en la barra y contempló como el temple y la vanidad
de Joaquín Paniagua se desplomaba. El hombre se quedó callado, sin saber qué
decir, cosa que le confirmó a mi tía la veracidad de su argumento. Mi tía, al
darse cuenta de esto, cambió su actitud por completo. Sus piernas, que
esqueléticas colgaban del mostrador, se balanceaban haciendo alarde de su disfrute.
Se le pusieron los ojos chisposos y comenzó a dar golpecitos sobre la madera de
la tarima. Yo ya sabía que cuando se ponía así no se podía
hacer nada. Aquellos síntomas no fallaban: alguna idea se había atrevido a
entrar en su mente, a agarrar a la curiosidad por los pelos y a traerla a escena.
Y no sé yo como será la curiosidad del resto de mortales, pero la de Concepción Margallo García era la más
pesada, pedante y latosa que yo jamás he visto.
—Estás
hecha toda una maruja —refunfuñó intentado disimular el enfado en la voz—. Poco
te importará lo que tenga o deje de tener, así que dile al niño que eche otro
chorrito de esto y dejemos el asunto en paz.
Mi
tía me miró y me hizo un gesto para que le llevase la botella de orujo.
—Ahora
que sé que es verdad, porque antes lo intuía pero al verte reaccionar así lo
tengo más que claro, me lo vas a tener que contar a no ser que quieras que todo
el pueblo se entere de que guardas un diamante en casa… — le chantajeó mientras
le llenaba el vaso—. Y eso, seguro que no evita que dejen de visitarte los
ladrones…
—Si
es que no sé para qué digo nada —farfulló entre dientes Joaquín—. He decir que
lo de los ladrones me importa más bien poco: ese no es mi problema, aunque
agradecería la discreción.
—Pues
ya sabe usted, señor Paniagua. Hable —ordenó con retintín.
—Verás—
dijo antes de detenerse, quitarle un buen sorbo de orujo al vaso y continuar—,
hace un mes, estaba en casa; la misma en la que vivieron mi padre, mis abuelos,
mis bisabuelos y no sé si alguna generación más. Mis padres vivieron allí, y mi
madre, al morir me la dejó a mí… ¡Pero bueno, qué más dará todo esto! El asunto
es que al cruzar el pasillo, noté algo raro al pisar
una baldosa. La tanteé un poco con el pie y parecía que estaba suelta, y si no
suelta, más holgada que el resto de baldosas. La verdad es que no me sonaba de
nada que allí hubiera un ladrillo defectuoso. Nunca me había llamado la
atención hasta entonces, pero ahí estaba esa dichosa piedra moviéndose. No le
hice mucho caso: lo dicho, lo toqué un poco con el pie pero lo dejé estar, e igual
la segunda y la tercera vez que sentí el
tembleque. Yo no soy ningún maniático ni nada por el estilo, pero ver ese
baldosín medio hundido junto a los otros, tan perfectos, tan llanos y bien puestos, así que al tercer día de hacer aquél
desagradable hallazgo intenté arreglarlo. Le dije a Jaime, el hijo de la
panadera, que se pasase por la tarde y que pusiese aquello bien… Mi sorpresa
llegó cuando levantó la pequeña losa. Un objeto asomaba de la tierrecilla que había bajo el
piso. Cuando vi aquello, eché al zagal, por la naturaleza misteriosa del propio
objeto, y fui a ver qué era aquello.
—Qué
interesante—comentó mi tía mientras Joaquín se tomaba un respiro y probaba de
nuevo el orujo antes de continuar—. Sigue, anda, sigue.
—Pues
cuando comprobé que el hijo de la panadera se había marchado, desenterré la
cosa y resultó ser un pequeño joyero de hojalata. Tenía grabadas las iniciales
de mi abuelo, o también podría decirse que las mías, ya que me llaman así por
él. Dentro tenía un saquito de cuero que se mantenía perfecto e intacto:
pulcrísimo. Lo agité y oí que algo interesante sonaba en el interior. Era un
ruido genial, un tintineo celestial, una melodía angelical, música de las
estrellas, un…
—Sí,
sí—interrumpió mi tía—. Ya me imagino que sabes lo que es una metáfora y un
sinónimo. Mi imagen de ti no es tan baja, así que te agradecería que te
guardaras la pedantería en el bolsillo y siguieras con la historia. Y mejor si
vas al grano.
Paniagua
frunció el ceño. Parecía que iba a decir algo al respecto, pero finalmente
ahogó su réplica en otro trago más. Conchi atendía al vaso como si fuera su
propio hijo; cuando amagaba con vaciarse descargaba un chorretón de licor y lo
devolvía a su estado original. Joaquín, estaba tan encendido con su discurso
que creyó haberse quedado en el segundo vaso y ni se percató de que como poco,
la cuenta se le quedaba tres veces corta.
—Si
no me interrumpieras… — se quejó antes de seguir—. ¡Olvídalo! Haré como que no
has dicho nada y seguiré a lo mío. Te estaba diciendo, que dentro de la bolsa
había dos piedras, que resultaron ser preciosas. Y…
—¿Cómo?
—volvió a interrumpir— ¿No estábamos hablando de él diamante, en singular? ¿Por
qué hay dos piedras? —preguntó, aumentando el ritmo con el que sus dedos
golpeaban la barra del bar.
—¡Ajá!
Pues no debería decírtelo
—Tú
y yo sabemos que la soberbia no te va a dejar salir por la puerta sin
explicarnos porque demonios eres el más rico de España.
—¡Cómo
eres! —dijo tratando de esquivar el comentario y continuó, dándole la razón a
mi tía— Eran piedras espléndidas. Yo aún no sabía que eran diamantes, es más,
ni si quiera sabía qué hacer con ese tesoro. Lo primero que se me ocurrió fue
llevárselo a Martín, el joyero, pero ya sabes que es un mentecato incapaz de
ser una pizca de discreto. Y su mujer… ¡Ja! Su mujer es una víbora, una de esas
mujerzuelas que van saltando de viudo en viudo… ¡Qué raro me parece que se haya
agenciado a un joyero! ¡A ver…!
—¡Maldito
mezquino! Céntrate y continúa con la historia.
—No
me muerdas…—soltó con voz turbia, con la lengua patinando sobre el orujo.
—No
me obligues.
—Lo
siguiente que hice fue ir a buscar a mi hermano —reanudó al ver la cara con la
que Conchi le contestó—. Él es un hombre de mundo, que hace negocios aquí y
allá, que ha viajado y sabe de estas cosas. Es un poco corto: la cabeza no le
da para más, pero es discreto. Cuando se los enseñé se quedó fascinado, el
pobre no había visto nada tan valioso en su vida. Tuve el atino de no decirle
que me las encontré en la casa de nuestros padres, porque que no quería que me
reclamase una de las piedras. Me inventé una excusa burda que se creyó. Ya os
he dicho que no tenía muchas luces. Hablamos sobre qué hacer. La opción de
hacerlo público la descartamos la primera: no quería ni que me quitasen el
diamante ni que me tachasen de masón o de ladrón. Él me dijo que hace años
conoció a un hombre que se dedicaba a tasar y a poner en contacto a interesados
en comprar y en vender joyas de estraperlo. Por lo visto era un buen negocio.
Me pareció buena idea, quizá incluso encontrase alguien que lo comprara.
»A
los dos días quedamos con este hombre. Su nombre no importa ahora. Parecía
ducho en la materia: fue él el que nos dijo que eran diamantes y el que nos
explicó que es más correcto referirse a ellos en singular. Por lo visto, la
joya es tan famosa que hasta tiene una historia propia. Me detalló, incluso,
que las piedras pertenecían al mismo diamante en bruto, que éste era tan grande
que el orfebre que pulió la roca originaria decidió dividir en dos el tesoro.
Por lo que él me contó, tan gigantesco era el diamante madre, que de haber
intentado acicalarlo y dejarlo de una pieza podría haberse desmenuzado en miles
de cristales. Valiosos todos ellos, sí, pero esa multitud no tendría ni la
décima parte del valor de uno de los dos diamantes. También me contó, al hilo
de esto, que tenían hasta nombre propio: Adamas y Diamas. Da igual cuál es cuál
porque son totalmente idénticos. Lo más curioso de todo es que circula cierta
leyenda entre los orfebres, los joyeros y las personalidades de la calaña de
este traficante de que dos diamantes como éstos se extraviaron, por decirlo de
alguna forma, durante la guerra. Incluso
se dice que pertenecieron a los Borbones.
—Ya
veo —asintió mi tía—. Así que se trata de un diamante… dividido en dos, pero
uno al fin y al cabo. Es raro, aunque si lo piensas bien… la Santísima Trinidad
la forman tres y nadie la cuestiona. Sigue, anda.
—Se
ve que es un diamante complicado de vender —siguió con su historia—, así que el
canalla de las joyas me aconsejó que lo guardara a buen recaudo mientras él
intentaba conseguirme un comprador. Es tan valioso el tesoro que guardo que
apenas unas pocas personas en el mundo pueden comprarlo, ¿puedes imaginarte
cuán valioso es? —dijo alargando el cuello y frunciendo las cejas— ¡Pues claro
que no puedes imaginártelo! —se contestó a sí mismo— Es desorbitado lo que
valen… hasta yo quedé fascinado —presumía, con una gota de saliva deslizándose
entre la comisura de sus labios—. El problema es que no tenía donde guardarlo.
Pensé en devolverlos a su sitio, pero el hijo de la panadera ya sabía algo. No
me fiaba.
»Aquello
suponía una verdadera preocupación, pero mi hermano y su amigo el traficante,
me dieron la solución. No me extraño, porque ya te puedes hacer una idea de lo
que saben los que están en ese mundillo. Me presentaron a un tercer individuo,
éste era un especialista en crear sitios seguros para guardar objetos valiosos.
Tampoco me preocupó si podía hablar de más por ahí, porque su fama dependía de que no le robaran a
sus clientes, y yo ahora era uno más, quizás el más especial de todos. El
nombre de éste tampoco importa, solo te diré que era todo un profesional. Me
prometió que la sala en la que guardara el diamante sería más segura que el
propio Museo del Prado y que para ello iba a traerme una aparato recién
inventado en los Estados Unidos, con el cual, cualquier caco que se atreva a
entrar en mi casa se llevará el susto de su vida, pues sonaría un estridente
ruido que haría que yo y mis guardias salgamos, con escopeta en mano, a
recibirle. Y todo esto en el peor de los casos, porque que la seguridad sería
máxima con las nuevas puertas y ventanas que me prometieron que serían
infranqueables. ¡Saldrán corriendo! ¡Es genial! ¡Las modernuras acabarán por
comernos!
»El
único inconveniente es que toda esta parafernalia me resultó cara. Muy cara.
Demasiado cara. Incorporar tales niveles de seguridad a mi casa no fue cosa
barata, pero, ¡qué más da! Apenas es un pellizco de lo que ganaré cuando venda
el diamante.
—Ya
me imagino por dónde seguirá todo esto, pero aún así, continúa que se hace
tarde —sentenció mi tía.
—¿Sí?
¿Ya lo sabes? ¡Pues vaya con la Conchi, qué inteligente que ha salido! ¿Así que
ya te imaginas que la seguridad ha sido tan buena que en este mes han intentado
robar catorce veces y ni en una sola ocasión lo han conseguido? ¡Ja! ¡Estúpidos
ladrones! ¡No pueden con tanta tecnología! ¡Soy invencible!
—¿Habéis
atrapado a alguno? —inquirió con intriga mi tía.
—¡A
ninguno!¡Eso es lo mejor! ¡Ni se atreven a acercarse al diamante! ¡Oyen el
ruido y salen escopetados, como liebres! ¡Ja! ¡Estúpidos ladrones! ¡Soy
invencible!
—Ya
va siendo hora de que te metas en tu fortaleza y dejes de vaciarme botellas —sugirió
Conchi.
—¡Por
una vez tienes razón! ¡Conchi, Conchita, Concepción, qué lista eres, madre! —gritó,
haciendo alarde de su borrachera— ¡Bueno, bueno! ¡Me voy ya! ¡Apúntamelo en la
cuenta, que ya te pago!
Joaquín
Paniagua salió tambaleándose del bar de mi tía, yo acabé de barrer, cerramos el
bar y nos fuimos a dormir. Estuve dándole vueltas toda la noche a la historia
del señorito Paniagua hasta que me dormí. No sabía si creérmela y no fue hasta
la mañana siguiente cuando salí de dudas. A primera hora, con el bar recién
abierto y cuando aún no había nadie, Joaquín entró por la puerta del bar. Esta
vez no traía aires de grandeza, ni verborrea asfixiante. Venía tembloroso y con
la piel del color del mármol. A primera vista me pareció que el orujo le había
sentado mal, pero la causa de su malestar era otra.
—Lléname
un vaso con lo de anoche— ordenó Joaquín Paniagua con voz tristona.
—Te
veo jodido— le dije.
—¿Jodido?—amagó
un enfado— Pues sí, niño, estoy jodido, así que déjame tranquilo —terminó,
diluyendo el primer tono agresivo en su más que patente malestar.
—¡Mira,
si ha venido el invencible! —espetó mi tía— Hoy ya no se te ve tan bien, ¿qué
te han robado el diamante?
—Tan
lista como siempre… Pues sí, me han quitado el maldito diamante.
—¡Diantres!
¿Cómo ha sido? —pregunté alarmado.
—Esta
mañana, bien pronto, me he despertado y ya no estaba— me contestó, esta vez sin
fuerzas para despreciarme—. Las puertas y las ventanas están intactas, y el
ruido no sonó. He aplicado el método Paniagua…
—¿Cómo?
¿El método qué? —preguntó mi tía, sorprendida al tiempo que soltaba una
carcajada— Podrías explicarme en qué consiste ese método.
Joaquín
obvió las risas y comenzó la explicación, como si todo le importara nada:
—No
te rías. Es pura lógica. Si parto de las premisas adecuadas llegaré a
conclusiones certeras. Pero el método me ha fallado. Si las posibles entradas,
que son inquebrantables están intactas y si el sonido de advertencia que indica
que alguien ha entrado en la habitación no ha sonado, la lógica me dice que el
diamante ha de estar en su sitio, pero no lo está. Y del modo contrario: si el
diamante no está y nadie puede haber entrado en el salón sin que yo lo sepa…
¿Qué demonios ha pasado? El lugar estaba completamente cerrado, a cal y canto.
No entiendo nada…
—Eres
el Descartes de lo absurdo, un burdo Aristóteles que se recrea en su método.
¡Patán! —decía Conchi gritando como una posesa—. ¿Qué me darías si te encuentro
el diamante, y encima, te explico cómo lo han hecho?
—¿Podrías
tú hacer eso?
Aquel
personaje alicaído, pasó por alto los insultos y dejó que los ojos le brillaran
al oír el trato que mi tía le proponía.
—Esa
no es la pregunta, la cuestión es qué me darías.
—Después
de pagar la seguridad no me queda mucho…
—Póbrecito.
¡Míralo! ¡Ayer cuando tenías un diamante no decías lo mismo! Pero te entiendo y
me adapto. Con que me pagues el doble de lo que me debes, me conformo. Piensa
en que te hago el favor gratis y tú tan solo pagas los intereses tu deuda. Que
no es poca.
Joaquín
solía ir a diario al bar, pero nunca pagaba y si lo hacía era cuando mi tía le
amenazaba con no servirle una gota de orujo nunca más. Y ni siquiera en ese
momento saldaba toda su cuenta, sino que pagaba una parte y seguía engordando lo
debido. Mi tía tan solo lo permitía porque le gustaba su presencia, o mejor
dicho, le gustaba jugar con él, con sus ideas y reflexiones. En cualquier caso,
el dato que nos importa ahora, es que lo que Joaquín Paniagua debía al bar de
Conchi no era poca cosa.
—De
acuerdo, que así sea— asintió, con creciente ánimo.
Mi
tía no pudo contener su alegría aún cuando la intentaba disimular: la comisura
del labio le temblaba y sus ojos se desplazaban por toda la habitación
compulsivamente, como si viese algo que el resto no podíamos ver. Hasta se
acercó a la barra para poder darle golpecitos con los dedos. Estaba nerviosa,
sus gestos así lo traslucían, aunque Joaquín estaba cabizbajo, enfrentándole la
mirada al vaso de orujo y no se percató.
—Joaquín.
Mira.
Al
tiempo que le dedicó la mirada a mi tía, ésta sacó del bolsillo un pañuelo
moquero anudado que parecía envolver algo. Le quitó el nudo con manos
temblorosas y nos mostró que, en efecto, allí estaban las dos piedras
preciosas.
—¡Tú!
¡Ladrona! —gritó exasperado Joaquín— ¿Cómo? ¿Cómo has podido? ¡Maldita…!
—¡Calla,
idiota! ¡Un trato es un trato! Paga ahora y te cuento el resto.
Joaquín
Paniagua sacó la cartera y le dio todo lo que tenía. No era el total de la
deuda, pero era un buen pellizco y mi tía aceptó ya que hasta habría pagado por
poder contar cómo lo había conseguido. Una vez con el dinero guardado, y sin
que ninguno de los dos nos lo esperáramos, Conchi le gritó: «Toma, cógelo, que es
tuyo », y le lanzó, de mala gana, uno de los dos pedruscos para que lo atrapara
al vuelo. Joaquín no pudo cogerlo y acabó en el suelo, convertido en polvo de
diamante. Éste, no pudo contener que un río de lágrimas, engendrado por la ira,
brotase de sus ojos. El color de su cara se tornó en el de la lava volcánica, y
por las onomatopeyas y gestos que hacía, su temperamento debía estar igual que
caliente que el propio magma.
Joaquín
se acercó a mi tía enfurecido, con los ojos inyectados en sangre y con
intenciones asesinas, pero para suerte de Conchi la barra estaba entre los dos.
—O
te tranquilizas o estampo el otro contra el suelo—amenazó, sujetando el
diamante en alto—. Mira lo que voy a hacer… —insinuó mientras rebosaba tanta
satisfacción que le exudaba por los poros.
Mi
tía alargó la mano, sin perder de vista a Joaquín, y sacó de su bolsillo una pequeña
navaja, que desenfundó y apoyó sobre el diamante.
—Sabes
lo que significa si consigo rayar la piedra, ¿verdad? —le preguntó al cuerpo
enfurecido que se encontraba tras la barra, mientras ella soltaba una carcajada
cruel.
Desplazó
la navaja por la joya y el filo dejó tras de sí una estela en la piedra.
—¡Ja!
Mira, mira, qué raya tan bonita. ¿Sabes lo que eso significa, verdad que lo
sabes, no?
Conchi
le volvió a lanzar la piedra, pero esta vez con intención de que lo atrapara al
vuelo. Joaquín lo cogió, y al ver el rayajo, su color y su calor pasaron a ser
el del hielo. Agarró el pedrusco con las dos manos y se quedó contemplando la
imperfección durante un rato largo.
—Venga,
aplica ahora el método Paniagua —ironizaba—. Vamos, que te oiga yo… —y sin
dejarle hablar, continuó—. Vale, yo lo aplicaré, no te preocupes. Si el
diamante es el mineral más duro del mundo, y si entendemos la dureza como la
resistencia a ser rayado, el diamante no puede ser rayado por ningún otro
mineral. Por tanto, si eso a lo que llamas diamante, ha sido rayado por el filo
de mi navaja: eso a lo que tú llamas diamante no es un diamante.
—Es
imposible…
—No,
no lo es. Y si sigo aplicando tu ridículo método llegamos a la conclusión de…
—¡Calla,
mujer! —ordenó Joaquín desde su estado depresivo.
—No,
no me callo, que ahora llega lo más divertido. Habíamos pactado que te iba a
contar cómo lo he hecho.
—Pues
yo me voy… No aguanto esto más…
Joaquín
se bebió lo que le quedaba de orujo y se fue, cabizbajo, con el rostro pálido y
los ojos hundidos.
—Menudo
idiota… —murmuró mi tía cuando éste ya había salido por la puerta.
Yo
había permanecido callado, silenciado por la presión que el asombro me ejercía
en el pecho. Cuando Joaquín Paniagua se marchó, hice recuento de lo ocurrido y
me percaté de que no había entendido nada. ¿Cómo había conseguido robar el
diamante con tanta seguridad? ¿Por qué era falso el diamante? Preguntas y
preguntas empezaron a burbujear en mi mente.
—¿Qué
ha pasado hoy aquí, tía?
—Ya
veo… Pues la verdad es que es sencillo —comentó, subiéndose de un brinco a la
barra, frotándose las manos y en resumidas cuentas, dando a entender que iba a
disfrutar explicándomelo—. Cuando Joaquín vino ayer y nos contó la historia de
los diamantes me di cuenta de que había algunos puntos negros en lo que decía. ¿No
te parece extraño que de catorce intentos de robo no hayan sido capaces de
detener a nadie? A mí, por lo menos no me parecía posible. Si de verdad existía
tal seguridad, era una idea boba seguir intentando robar la joya tras trece
intentos, ¿no crees? Esto desató mi curiosidad, y no me dejó dormir. Estuve
dándole vueltas toda la noche, hasta que no aguanté más y fui a ver, por mi
misma, empíricamente, por qué los ladrones seguían intentándolo.
»Fui
hasta casa del Paniagua, y con el único problema que me topé es con una puerta
con dos cerraduras y una reja en las ventanas. Si eso eran las entradas
inviolables de las que hablaba… Bueno, lo que hice fue abrir las dos cerraduras
con una ganzúa. Una sabe ciertos truquillos, y aquella cerradura se rindió ante
mi maña y un alambre. Entré con cuidado, tan solo quería saber cómo funcionaba
el aparato detector del que nos había hablado, y por si acaso, me preparé para
salir corriendo en caso de que sonara. Si catorce rufianes lo habían hecho
antes, no me creía tan tonta como para fallar. Lo sorprendente es que no
ocurrió nada. Entré y cogí las piedrecillas, que estaban en medio de la
habitación, sobre una vitrina. Al llegar a casa, los acaricié con un cuchillo y
se rayaron. Eran falsos.
—¡Vaya!
Entonces, ¿nos ha engañado? — pregunté asombrado— ¿Toda esa parafernalia traída
de América era mentira?
—No.
Me temo que él se creyó todo eso. ¡Pobre mezquino! ¡Ja! Le habían estafado.
—¿Estafado?
—Sí.
Cuando entré y no sonó ningún ruido, todo cobró sentido. La forma tan extraña
de encontrar los diamantes, el desprecio a la inteligencia de su hermano, la
gran suma de dinero que le cobraron por instalar la seguridad en su casa, los
catorce robos en apariencia…
—¿Cómo?
—insistí, confuso.
—Verás,
el diamante tan solo era una distracción. Su hermano, colocó el diamante ahí
para que lo encontrara. Éste, era consciente de que acudiría a él en busca de
ayuda y de que, además, lo tenía por
tonto. En realidad, fue muy astuto. Planeó todo a conciencia y simuló ayudarle,
tan solo para conducirle a sus dos compinches, que culminaban la farsa: el
tasador y el que le instaló el aparato, que dudo que exista. Inventaron
historias tan rebuscadas para darle coherencia, ¡hasta le pusieron nombre a los
diamantes! El timo consistía en desviar su atención hacia el diamante: hacerle
creer que ahora era rico, y cobrarle un dineral por proteger el diamante, que aunque fuesen
muchos millones de pesetas, nada sería en comparación con el valor del tesoro
que ahora tenía. Es un plan astuto, he de reconocerlo.
—Ya
veo… y… ¿y los robos, por qué catorce robos? ¿se corrió la voz de que tenía un
diamante?
—No,
lo más seguro es que su hermano y sus secuaces simularan robar para hacerle
pensar que el aparato detector funcionaba a la perfección. Los robos tan solo
son una mentira que acaban por construir una ilusión coherente.
—Ahora
todo cuadra…
—No.
A decir verdad, no hay forma de saber si todo esto que te acabo de contar es
cierto. Tan solo es deducción, lógica. Pero desde luego tiene sentido. Sea
cierta o no, me ha servido para sacarle un buen pico al patán de Joaquín.