Como cada martes desde
hacía unos meses, Daniel y Fernando estaban reunidos al calor de dos tazas de
humeante café negro, inmersos en la misma conversación semana tras semana.
—No sé cómo agradecerte
todo el tiempo que le has dedicado… —dijo Fernando, con una voz temblorosa,
débil y carcomida por la enfermedad.
—No diga usted
tonterías, Fernando. Tan solo hemos conseguido una ristra de fracasos: uno cada
vez mayor que el anterior — interrumpió Daniel, con toda la gravedad de sus
palabras.
—Daniel, aún eres
demasiado joven, ¿qué tienes? ¿Treinta? No, no llegas aún a los treinta—se
contestó a sí mismo—. Eres un genio, por eso vine a ti, pero desconoces ciertos
recovecos de la vida. Me voy a morir, quizá la semana que viene no tomemos café
— se detuvo, respiró, le arrancó un sorbo a la taza y continuó—. Eso ya lo
sabes, y lo supiste desde el primer momento. No he venido hoy a decirte que tu
aparato no me ha servido, sino a darte las gracias. El cáncer y toda la cicuta que he tragado me
han ido quitando el oído poco a poco. ¡Los llaman ototóxicos porque afectan a
la audición! Pero a mí me envenenan el alma… —elevó la voz, al tiempo que una
lágrima surcaba las arrugas de su rostro.
—Ya veo lo importante
que es para usted volver a escucharlos—asintió Daniel.
—¡No es cuestión de
escucharlos! Para escucharlos me sirve tu invento: es un aparato fantástico,
capta con supina precisión los sonidos millones de veces mejor que esos
audífonos de usar y tirar que venden por ahí —reconoció, todo lo exaltado que
su debilidad le permitía—. Pero no se trata de eso, conforme fui perdiendo oído
empecé perder matices de Haydn, de Schubert, de Mozart… ¡Me pareció entender a
Bethoveen! Pero solo me lo pareció —farfulló Fernando—. ¡Los matices lo son
todo! Son los que conducen la espiritualidad de la música, el alma… ¡Ah!
Pensarás que me pongo cursi, pero el problema de tu aparato es que no es capaz
de captar eso: solo capta ondas. ¿Lo entiendes? No hay nada que hacer, querido
Daniel. Y yo te agradezco que lo hayas intentado; que me hayas permitido soñar
con volver a sentir la magia de la música.
—No le entiendo,
Fernando… No puede existir tal cosa —dijo Daniel, contrariado.
—¡Qué joven eres,
querido! —sentenció Fernando.
La conversación llegó a
su término y se despidieron con la sospecha de no volverse a ver. No hubo más
café los martes, ni más cháchara sobre el alma de la música. Fernando murió
sabiendo que ningún oído artificial podía devolverle lo que había perdido: el
sentir estético de la melodía; tan propio, tan subjetivo…Daniel, en cambio,
vivió lo que le quedaba de vida pensando que todo aquello tan solo eran las últimas
reflexiones de un pobre romántico y moribundo. Al fin y al cabo, Fernando se
equivocaba: la espiritualidad y el alma nada tenían que ver con la edad.
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