Relato desarrollado a partir de la primera frase de la novela El extranejo, de Camus.
Mamá ha muerto hoy. No
nos coge de sorpresa. Se veía venir. Felipe, hace un año me dijo que a mamá le
quedaba poco, que se lo notaba al hablar y en los ojos y que deberíamos ir
separando unos euros de lo que fuéramos ganando en el metro para el entierro.
Yo le dije que no; me negué a ahorrar y a ver que a mamá se le iba la vida en
cada palabra. No quise hacer planes para su muerte, ni ponerle fecha, ni
tampoco tener que pensar: «Mamá, aguanta un mes más, que ya casi tenemos para
enterrarte», cada vez que le mirase las arrugas de la cara. Hoy, cuando nos
hemos encontrado con el cuerpo muerto, Felipe me ha mirado con ojos húmedos, y
me ha dicho que no me preocupase. Ha salido de la habitación y me ha dejado a
solas con mamá. Me habría gustado darle un beso en la frente y taparle la cara
con la sábana, pero me he quedado parado, sintiendo la primera lágrima
abriéndome la piel a su paso y la segunda, salada, deslizarse por la grieta y
llegarme hasta el hueso. Felipe ha vuelto, con una botella de agua de litro y
medio llena de monedas de euro. «No te preocupes, tenemos para enterrarla». Se
ha sentado a su lado y ha vuelto hablarme:
—Venga, dale el último
beso.
La he besado en la
frente templada y le he tapado la cara con la sábana.
—Prepara las cosas.
—¿Para qué, Felipe?
—¿Cómo que para qué?
—¿Vamos a bajar hoy?
—Sí, en cuanto se la
lleven. Esta tarde iremos al tanatorio. Es mejor así.
Ya con el parte de
defunción en la mano y la figura de la ambulancia que llevaba a mamá haciéndose
pequeña calle arriba, Felipe me ha dado una palmada en el hombro.
—Venga, coge la
guitarra.
—¿Enserio?
—Ya te he dicho que sí.
La boca del metro no
está muy lejos de casa. A diez minutos andando con la guitarra a cuestas y
quizá a quince o dieciséis con el peso de una madre recién muerta. Hasta hoy no
me había dado cuenta de la poca luz que llega a las calles del barrio. Los
bloques de pisos parece que se dan la mano en el cielo, como haciendo un arco
con sus cuerpos e impidiendo que el Sol llegue a los callejones estrechos.
Hasta hoy no me había dado cuenta de que vivíamos en la penumbra. Ya cerca de la boca, aún a la sombra, Felipe
ha roto el silencio:
—Ya sé que no te
apetece verles la cara a todos esos gilipollas, pero es mejor así. Hazme caso.
Es mejor no estar en casa. Además, nos hace falta el dinero.
—De gilipollas nada,
Felipe. Son los que nos dan de comer, los que le han pagado el entierro a mamá.
—Por pena.
—No. Si no confiaras en
que son buenos no irías todos los días a cantarles, ni comerías, ni
enterraríamos a mamá.
No me ha contestado y
se ha puesto a andar delante de mí hasta llegar a la boca del metro. Ha saltado
por encima del torno él solo. Suele ayudarme a pasar la guitarra, pero hoy me
ha esperado en el andén. Y solo cuando el tren llegaba se ha girado hacia mí y
me ha hablado.
—¿Manu Chao o Sabina?
—Manu Chao.
—¿Me gustas tú?
—Sí.
Su voz siempre ha dado
pena. Casi la misma pena que doy yo tocando la guitarra. Pero más pena da pedir
sin más. A mí me gusta pensar que cambiamos música por dinero, pero sé que no
es verdad. Yo sé que nos dan dinero porque nos ven y ven que somos unos desarrapados,
unos pobretones y unos desgraciados;
unos malnacidos que al menos dan su espectáculo ridículo. Yo confío en
la gente; sé que son buenos porque si no lo fueran estaría muerto. Como mamá.
Felipe los odia, pero hoy, como todos los días, cuando ha acabado de cantar ha
pasado por todo el vagón pidiendo la voluntad. Y así hasta que el tren se para
y se abren las puertas, y tenemos que salir corriendo para que nos dé tiempo a
entrar al siguiente vagón, y volvemos a tocar "Me gustas tú". Hoy la
hemos tocado catorce veces.
En la última parada de
la línea el tren se ha vaciado. Hemos contado el dinero en el andén. Hoy hemos
sacado poco, muy poco, quizá porque el
espectáculo ha sido más ridículo de lo normal. No lo sé. Hemos sacado ocho
euros con setentaiún céntimos y Felipe se ha enfadado como cada vez que hay
céntimos sueltos. Yo le he dicho que se calmara, que no pasaba nada, que era
dinero igualmente, que había que confiar en la gente de los céntimos, que un
céntimo ya era algo y que algo era más que nada. Le he dicho que la gente es
buena y que yo confió en la gente. Le he dicho que sin los céntimos no
podríamos enterrar a mamá.