miércoles, 26 de febrero de 2014

Me gustas tú

Relato desarrollado a partir de la primera frase de la novela El extranejo, de Camus.

Mamá ha muerto hoy. No nos coge de sorpresa. Se veía venir. Felipe, hace un año me dijo que a mamá le quedaba poco, que se lo notaba al hablar y en los ojos y que deberíamos ir separando unos euros de lo que fuéramos ganando en el metro para el entierro. Yo le dije que no; me negué a ahorrar y a ver que a mamá se le iba la vida en cada palabra. No quise hacer planes para su muerte, ni ponerle fecha, ni tampoco tener que pensar: «Mamá, aguanta un mes más, que ya casi tenemos para enterrarte», cada vez que le mirase las arrugas de la cara. Hoy, cuando nos hemos encontrado con el cuerpo muerto, Felipe me ha mirado con ojos húmedos, y me ha dicho que no me preocupase. Ha salido de la habitación y me ha dejado a solas con mamá. Me habría gustado darle un beso en la frente y taparle la cara con la sábana, pero me he quedado parado, sintiendo la primera lágrima abriéndome la piel a su paso y la segunda, salada, deslizarse por la grieta y llegarme hasta el hueso. Felipe ha vuelto, con una botella de agua de litro y medio llena de monedas de euro. «No te preocupes, tenemos para enterrarla». Se ha sentado a su lado y ha vuelto hablarme:
—Venga, dale el último beso.
La he besado en la frente templada y le he tapado la cara con la sábana.
—Prepara las cosas.
—¿Para qué, Felipe?
—¿Cómo que para qué?
—¿Vamos a bajar hoy?
—Sí, en cuanto se la lleven. Esta tarde iremos al tanatorio. Es mejor así.
Ya con el parte de defunción en la mano y la figura de la ambulancia que llevaba a mamá haciéndose pequeña calle arriba, Felipe me ha dado una palmada en el hombro.
—Venga, coge la guitarra.
—¿Enserio?
—Ya te he dicho que sí.
La boca del metro no está muy lejos de casa. A diez minutos andando con la guitarra a cuestas y quizá a quince o dieciséis con el peso de una madre recién muerta. Hasta hoy no me había dado cuenta de la poca luz que llega a las calles del barrio. Los bloques de pisos parece que se dan la mano en el cielo, como haciendo un arco con sus cuerpos e impidiendo que el Sol  llegue a los callejones estrechos. Hasta hoy no me había dado cuenta de que vivíamos en la penumbra.  Ya cerca de la boca, aún a la sombra, Felipe ha roto el silencio:
—Ya sé que no te apetece verles la cara a todos esos gilipollas, pero es mejor así. Hazme caso. Es mejor no estar en casa. Además, nos hace falta el dinero.
—De gilipollas nada, Felipe. Son los que nos dan de comer, los que le han pagado el entierro a mamá.
—Por pena.
—No. Si no confiaras en que son buenos no irías todos los días a cantarles, ni comerías, ni enterraríamos a mamá.
No me ha contestado y se ha puesto a andar delante de mí hasta llegar a la boca del metro. Ha saltado por encima del torno él solo. Suele ayudarme a pasar la guitarra, pero hoy me ha esperado en el andén. Y solo cuando el tren llegaba se ha girado hacia mí y me ha hablado.
—¿Manu Chao o Sabina?
—Manu Chao.
—¿Me gustas tú?
—Sí.
Su voz siempre ha dado pena. Casi la misma pena que doy yo tocando la guitarra. Pero más pena da pedir sin más. A mí me gusta pensar que cambiamos música por dinero, pero sé que no es verdad. Yo sé que nos dan dinero porque nos ven y ven que somos unos desarrapados, unos pobretones y unos desgraciados;  unos malnacidos que al menos dan su espectáculo ridículo. Yo confío en la gente; sé que son buenos porque si no lo fueran estaría muerto. Como mamá. Felipe los odia, pero hoy, como todos los días, cuando ha acabado de cantar ha pasado por todo el vagón pidiendo la voluntad. Y así hasta que el tren se para y se abren las puertas, y tenemos que salir corriendo para que nos dé tiempo a entrar al siguiente vagón, y volvemos a tocar "Me gustas tú". Hoy la hemos tocado catorce veces.

En la última parada de la línea el tren se ha vaciado. Hemos contado el dinero en el andén. Hoy hemos sacado  poco, muy poco, quizá porque el espectáculo ha sido más ridículo de lo normal. No lo sé. Hemos sacado ocho euros con setentaiún céntimos y Felipe se ha enfadado como cada vez que hay céntimos sueltos. Yo le he dicho que se calmara, que no pasaba nada, que era dinero igualmente, que había que confiar en la gente de los céntimos, que un céntimo ya era algo y que algo era más que nada. Le he dicho que la gente es buena y que yo confió en la gente. Le he dicho que sin los céntimos no podríamos enterrar a mamá. 

martes, 26 de noviembre de 2013

Papá y mamá

Los gritos la habían sacado de sus sueños. Era la segunda vez esa semana. La primera vez le bastó con acurrucarse bajo las sabanas y estrujar la cabeza entre la almohada y el colchón, para no oír. Pero aquella noche, los insultos y los improperios que su papá y su mamá intercambiaban se colaban entre el relleno mullido de la almohada, y le llegaban a los oídos, haciéndola retorcerse y patalear, impotente, porque tenía que oírlo. Sus papás cerraron la puerta del salón; como si se hubiesen dado cuenta de que podían despertar a su hija y que ahora, con la puerta cerrada, el ruido no saldría de allí. A la niña, lo que más le atormentaba no era que le arrancasen el sueño a gritos sino que le llegasen las frases entrecortadas y solapadas por un grito más potente. No podía silenciarlos ni entenderlos; se sentía condenada a sufrir la arroyada de berridos que tenía lugar a unos metros.
La niña caminó por el pasillo hasta llegar a la puerta. Iba descalza y de puntillas, de modo que todo lo gélido que tenía el mármol en aquella época del año se concentraba en las yemas de los dedos del pie. Trató de asomarse a la cristalera translucida que tenía la hoja de la puerta a media altura, pero no llegaba bien y tuvo estirarse hasta notar como las falanges de los dedos sostenían todo el peso de su cuerpo. Al otro lado, su mamá acostada en el sofá, de cara a la televisión y su papá, mirando a su mamá, de espaldas a la tele.
 ¡Tu madre es que es mala! ¡Veneno! Y tú gilipollas, por no verlo.
  —En tu familia son todos santos, ¿no? Venga, lo que me faltaba...
Tenía que dejar de mirar de vez en cuando porque sentía cómo le crujían los dedos, pero cuando descansaba la piedra helada seguía bajo ella y aunque dejase un rato el pie en el mismo sitio, el mármol no cogía la temperatura de su cuerpo. Podría volver a su habitación a coger unos calcetines, o incluso unas zapatillas pero lo que ocurría al otro lado la tenía secuestrada. Además, tanto le dolía verlos así que pensaba que los calambres en los gemelos, el frío en los pies y el dolor en los dedos eran efectos secundarios que los gritos le producían a ella; y que nada podrían hacer unos calcetines y unas zapatillas.
—¡Que me dejes en paz! Déjame ver la tele. Quítate de en medio o te estampo el mando en la cabeza.
—Tú que vas a estampar.
El mando pasó cerca de la cabeza de su papá y acabó contra la pared, explotando en una palmera de trozos de plástico negro, botones rojos, verdes y pintura desconchada de color amarillo huevo. Como si algo también hubiese estallado en el estómago de la niña, un retortijón la estranguló desde su interior. El dolor la plegó sobre sí misma. Se echó una mano la tripa. Tuvo que cerrar el esfínter para evitar que algo que no sabía qué era saliese de su cuerpo. Quizás una rata que la devoraba por dentro. Se estiró de nuevo y su barriga crujió otra vez.
—Tú estás mal de la cabeza.
—Que me dejes, que no te aguanto.
La niña contrajo aún más fuerte el esfínter para evitar que un sonido flatulento delatara su posición. Notó que se hinchaba como un globo y pensó que acabaría reventando, y sus papás sabrían que estaba escuchando porque lo dejaría todo perdido. La niña no reventó. Aguantó en silencio. Ellos no hablaban. ¿Habrían parado ya de discutir? Ahora se darán besitos, pensó la niña. Ojalá se den besitos ahora. Y se asomó de nuevo, pero un rayo la atravesó antes de que pudiera acercar los ojos al cristal. No pudo apretar el esfínter a tiempo. Un riachuelo denso y cremoso comenzaba a gotearle del camal del pijama. Se secó las lágrimas de la vergüenza. No la veía nadie, pero el pudor le caía a pegotes por las piernas. Los gritos habían parado, pero no llegó a oír los besitos. Pensando que ya no había más que escuchar volvió a su cama; a acurrucarse de nuevo bajo las mantas, y esta vez, a abrazar a la almohada con la fuerza con la que se abraza la dignidad.
Lo que la niña no sabía es que no había acabado y que sus papás se habían quedado callados, mirándose; pactando el preámbulo a la catástrofe.
—Pues divorciarte si no me aguantas. No sé a qué esperas.
—¿Que me divorcie? ¡Y tanto que me divorcio!
—Yo me voy. Qué te aguante tu madre.
La niña lo oyó desde la cama porque aquellas frases fueron pronunciadas con una claridad que no permitía arrepentimientos. Al acabar, su papá salió de la casa dejando el eco de un portazo y su mamá se quedó en silencio, con  la voz de la televisión resonando entre las paredes de color amarillo huevo.

 A la niña le daba igual ya.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La niña

La niña tenía la piel del color del agua y los ojos como dientes de león. La niña era flaca, con la espalda curvada hacia adelante y con brazos de golondrina. Cada día llegaba a casa de la escuela con su mochila azul cielo a los hombros. ¡Tan llena de libros, libretas, lápices de colores y estuches de algodón! Revoloteaba y su madre le decía: “Quita de ahí, niña”. Se asomaba y su hermana: “Calla, niña, no me molestes”. Se sentaba a los pies de su padre: “Fuera de aquí, niña”. La niña se descolgaba la mochila y, ligera, se iba al balcón, a apoyarse en los barrotes de hierro forjado. Veía el mismo viento que mece las nubes corriendo y acariciándola. Allí no molestaba a nadie. Un día, el viento le susurró: “¿Cómo te llamas?” La niña no se acordaba ya, pero el viento le puso uno. Y después de que ella abrazara al viento y éste la meciese, como lo hacía con las nubes, y la columpiase en el aire, todos la llamaron por su nombre.

sábado, 26 de octubre de 2013

La culpa es del sistema

Paquita había dejado la clase para ir a hacer fotocopias y aquellos niños de segundo de primaria que se habían quedado bajo el control inquisitorial del delegado de clase, se habían sublevado y habían estallado en un guirigay de dimensiones bíblicas.  Conforme se acercaba por el pasillo ya oía los gritos de los niños y ya pensaba para sí qué cara poner y qué palabras decir. Y cuando lo hubo decidido, abrió la puerta y entró a clase. Todos enmudecieron y se acercaron lentamente a sus sillas; se sentaban con cuidado, como si temieran hacer ruido ahora.
-No os puedo dejar solos –dijo Paquita seria y adusta.
Los niños callan.
-Sois la clase más escandalosa que he tenido jamás –decía mientras cruzaba la sala mirando a todos los zagales-. ¿No os da vergüenza que os digan eso? A mí se me caería la cara de vergüenza. Y no es solo conmigo, que me lo dicen todos los profesores… ¡que es que sois insoportables!
Los niños, con la cabeza gacha, seguían callados.
-¿No decís nada, no? Vale… Para vosotros haréis.
-Seño.
-Dime Javier.
-He apuntado a todos los que se han portado mal en la pizarra como me has dicho.
-Así que Adolfo estaba hablando y gritando, ¿no? –espetó mientras leía los nombres de la pizarra.
-Sí –decía Javier mientras asentía con la cabeza.
-Adolfo, sal aquí. Venga.
Adolfo se levanta mostrando sus mofletes del color del tomate a toda la clase y se acerca a la pizarra, junto a Paquita.
-Adolfo, hoy vas a almorzar en clase, porque al patio no vas a salir. Y no solo tú. A ver…
-Perdone, Paquita –interrumpió Adolfo-. Quitarme el recreo es un castigo autoritario e infundado.
-¿Qué?
-Que todos estaban hablando y solo me castigas a mí.
-A mí no me vengas con los demás, Adolfo. No haber hablado.
-Señorita; pues yo pensaba que esta clase gozaba de un sistema judicial justo y comedido y resulta que en realidad no es más que una jaula de corruptos en la que reina el nepotismo. Exijo que si se me priva de recreo, se emprenda un proceso en contra de todos los que estaban hablando, incluido Javier, que lo he visto yo.
-Adolfo, o te tranquilizas o llamo a la jefa de estudios.
-¡Ah! ¡A a la jefa de estudios! Otro eslabón en la jerarquía totalitarista de este colegio.
-¿Quieres que la llame?
-No, señorita, lo que quiero es que se implante un sistema de justicia sin favoritismos y sin desigualdades; un sistema judicial en el que lo que escriba el favorito de la profesora en la pizarra mientras ésta le cuenta a la secretaria lo que ha hecho el fin de semana no tenga validez absoluta. ¿Sabes lo que te digo?
-Ven. Que vamos a buscar a la jefa de estudios.
-¿Sabes qué? Que os creéis capaces de alienarnos con vuestros deberes y vuestros exámenes. Pero eso genera hastío en la clase y algún día, los niños de segundo de primaria se levantarán en contra de esta quimera represiva.
-Tira delante de mí, Adolfo. Que te vea yo.
-No. Me niego. Me niego rotundamente –y se sentó en el suelo-. ¿Qué vas a hacer, recurrir a la fusta para obligarme, eh? Venga, carga contra mí. Que todos puedan ver cómo se las gasta el sistema.
-Tú quédate ahí. Ya verás.
Paquita sale por la puerta, da un portazo y deja a los niños solos de nuevo. Adolfo se levanta, se sube a la mesa del profesor mientras es coreado por algunos. En medio del estruendo y desde las alturas, agita las manos y ve como el estertor se va silenciando.
-Compañeros, ¿es así como queremos ser juzgados? ¿Por un pazguato al que le ponen un positivo por hacerle el favor a la profe? ¿Creéis que podemos seguir viviendo bajo esta jerarquía represiva? ¿Sabéis lo que os digo? Que no, que no pueden someternos a todos. Que somos más, y que tenemos derecho a decidir cómo queremos ser educados y cómo hemos de ser castigados. ¿Por qué dejamos que elijan por nosotros?
-¡Eso, eso! –gritan algunos.
-¡Solo nosotros podemos responder a estas preguntas con nuestros actos!
Mientras los niños se exaltaban con las palabras de Adolfo, entraron por la puerta Paquita y la jefa de estudios, Maricarmen.
-¿Qué haces ahí, Adolfo? Venga, bájate.
-No –dijo el niño.
-Que no se baje –gritó otro chaval.
Y pronto, sin una explicación plausible, todos los niños se pusieron a gritar al unísono que no se bajase.
-¡Dios mío! ¿Pero qué es esto? –le decía la jefa de estudios a la profesora, alarmada, antes de dirigirse a la clase gritando-. O os calláis o no salís al patio en lo que queda de año y decís adiós al viaje de Terra Mítica en junio.
Los niños se callaron, enmudecidos como por una fuerza superior.
-No os dejéis amedrentar. ¡Así es como funcionan ellos! ¡Levantaos! Uno no puede hacer la revolución solo…
Adolfo, al ver que había perdido el apoyo popular, bajó de la mesa y se dejó sacar de clase. Lo llevaron al despacho de Maricarmen  y allí llamaron a sus padres. Lo expulsaron tres días y su madre le tiró la Playstation 3 a la basura.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Ni tú ni yo existimos

Al salir de casa, Esteban se encuentra con el cielo encapotado. Mira a un lado y a otro: el ambiente es gris y mortecino. Respira hondo, sintiendo la humedad del ambiente refrescarle por dentro. Se pone la capucha de la sudadera y comienza a andar. Había quedado para tomar algo. De camino a la estación de metro comienzan a caer diminutas gotitas del cielo. A Esteban le parece que las primeras gotas, al reventar en el suelo hayan llamado a otras más grandes; y que estas más grandes hacen más ruido al estallar y por eso llueve cada vez más fuerte. Bajo el aguacero la gente se mueve rápido, con temor a despeinarse, a acabar empapado y manchar la entradilla de su casa con los zapatos mojados o simplemente con miedo a acabar constipado. Esteban sigue caminando como si nada, con la cabeza gacha, sin darse cuenta de que hay una mujer, quizá la única que no corre buscando la cornisa de un balcón. Parece despistada; perdida. La pasa de largo pero nota como una mano le toca el hombro.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Un hombre del paleolítico



Cuando Agustín hubo decidido que se iba a suicidar, anduvo por todo el piso en cuclillas y maullando en busca de Fernandita. La encontró durmiendo detrás de una cortina. Le pellizcó un pezón para despertarla y le miró a los ojos: «No, no, no te pongas nerviosa, no me arañes, mi gatita preciosa, que soy yo. Qué mona estás recién levantada, Fernandita... ¿Sabes qué? Que tengo noticias, que me suicido. No sé cuando, pero está decidido. Lo que no tengo claro es el cómo. Algo que no duela. Rápido. ¿Tú sabes de algo? ¿O los gatos no os suicidáis? ¡Claro que no! ¿Cómo os ibais a suicidar si no tenéis razón? No razón de estar en lo cierto, sino raciocinio, pensamiento, filosofía, esencia pensante. ¿Comprendes Fernandita? Tú no tienes de eso y por eso no te suicidas... Yo es que eso de la razón lo gasto mucho, es un defecto, lo sé. Le doy muchas vueltas a las cosas, y después de pensar mucho las cosas ninguna acaba por ser cierta. Que todo es mentira, ficción, humo. ¿Me sigues? No, no te vayas, Fernandita, ven aquí, yo te cojo; mírame, mírame con esos ojitos que me tienes. Yo tengo que ser como Manu, cuando dice aquello del paleolítico. ¿Te acuerdas de lo que decía? Sí, que él tendría que haber nacido allí, en el paleolítico, cuando todo era cazar y recolectar. Bueno, y también procrear, eso también, Fernandita. Pues eso: nacer, cazar, recolectar y procrear; y mientras tanto a andar !A ser nómada! ¡Qué vida la del hombre del paleolítico! Y fíjate tú que ya es mala suerte, porque el paleolítico ocupa el noventa y nueve por ciento de la existencia del ser humano, que lo he visto en la Wikipedia. Ya tenía que nacer yo en este uno por ciento tan complejo, porque estos tiempos en los que vivimos son muy complicados ¡Hay que tener tantas cosas en la cabeza para poder vivir! Que si cultura, que si religión, que si ideología, que si dogmas, que si supersticiones, que si ley... Y al final ni una cosa ni la otra ni la de más allá. Dime, Fernandita, ¿qué hago yo en un mundo como este? Si todo es humo, ¿por qué es todo tan complejo y abstracto? Ahora me entiendes, ¿no? Ahora entiendes cuando digo que prefiero vivir en el paleolítico. Allí ni miedo a la muerte, porque te morías y te habías muerto. Era lo que había. Todo era muy corpóreo, empírico. Ahora, somos muy abstractos; demasiado espirituales. ¡Y qué mierdas será el espíritu!»

Agustín se quedó aturdido un instante, intentado definirse la palabra "espíritu", y la gata aprovechó el fugaz descuido para escabullirse de entre sus brazos e irse a esconderse a alguna parte del piso.

«Ya ni tú me quieres escuchar, Fernandita. Si ya sé que sueno pedante, pero... pero no puedo evitarlo. Por eso yo querría ser un hombre del paleolítico; un hombre cuya conciencia crítica estuviese adormecida por el sempiterno caminar, por el hambre, y por los impulsos sexuales. !Ah...! Sería todo tan sencillo, eh, Agustín. La culpa la tienen los filósofos, por pensar. Qué malo es el tiempo libre. No, no, rotundamente no. La culpa es de los vagos, que lo buscan. El tiempo libre es tiempo como otro cualquiera. Como si el tiempo, que no es nada, pudiera tener la culpa de algo. Los haraganes y maleantes son los culpables. Esos filósofos y sofistas aburridos son los culpables de todo esto. ¡Maldito Platón! ¡Maldito Aristóteles! ¡Ay! Si ellos hubieran sido hombres del paleolítico, qué diferente sería todo ahora. Sería mejor, mucho mejor, sin duda. Más sencillo y más fácil. Ya me imagino yo a Platón corriendo detrás de un antílope con una piedra en la mano... y no pavoneándose de sus mundos, sus soles y sus ideas frente a una panda de chiquillos aburridos a los que le interesan todas esas patrañas. ¡Qué buena imagen esa!»

Cansado ya de su propio monólogo, se acercó a la cocina a prepararse un café: calentó la leche en el microondas, le echó una cucharada de café soluble y otra de azúcar, y cuando ya tenía la taza humeando entre las manos se dijo: « Si este a este cuerpo ya le queda poca traca, a esto habrá que echarle un chorro de orujo». Cuando Agustín se estaba echando el orujo en el café, Fernandita entró en la cocina con disimulo y se fue hasta su cuenco con agua. 

—¿Tú también quieres, verdad? —y mientras lo decía dejaba caer el orujo en el cuenco.

«A ver si borracha te apetece escucharme, que esto es serio. Te estaba diciendo que me iba a suicidar y te has ido. Ya sé que no hemos avanzado mucho; ni si quiera hemos decidido aún el cómo. Pero dejemos eso para el final, bueno, para lo último dejaremos la muerte, el cómo lo dejaremos para lo penúltimo, ¿no crees? En internet seguro que hay millones de ideas ingeniosas, indoloras y rápidas. Lo que importa ahora es el cuándo. ¿Hoy? Hoy es muy precipitado, apenas me he hecho a la idea y hay muchas cosas sin decidir aún. ¿Qué tal el domingo que viene? Sí, el domingo es un buen día para el suicidio. Descansaré todo el día y por la noche lo hago. ¿O no? ¿Será mejor morir de buena mañana o descansado y por la noche? Yo creo que por la noche mejor... ¿No? ¿No dices nada, ni si quiera un maullido? ¡Fernandita! ¿Qué vas borracha ya? ¡Claro! Si no has parado de tragar... ¡Y qué haremos contigo! ¿Te suicidarás conmigo, no? No, mi gatita preciosa, no me mires con esos ojos. Vale, no te llevaré conmigo; tú te quedas aquí con lo abstracto y lo complicado. Si es lo que quieres... ¿Pero de verdad que te vas a quedar sola? ¿Y quién te pone de comer a ti y te cuida? Freddy Mercury dejó sus gatitos al morir, pero se los dejó a su ex-mujer a cambio de la mitad de su fortuna. Yo ni tengo ex-mujer ni fortuna; tan solo a ti, Fernandita, y si me dices con esos ojitos que no te quieres venir conmigo, pues ya está todo dicho. Pero yo tampoco te puedo dejar aquí: sería cruel. No, eso no. Me puedo esperar. Sí, justo, eso haré. Tengo toda la vida para suicidarme. ¿Qué te parece si me espero a que te vayas tu primero y ya me suicidaré yo luego, total, ya estás mayor, sigues siendo preciosa, pero te pesan los años, Fernandita.»



Fernandita se quedó dormida allí mismo y Agustín, que ya se había acabado el carajillo, se rellenó el vaso de orujo y se sentó junto a la gata hasta que se le ocurriese algo que contarle y la despertase con un pellizco en un pezón.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Quema

Lo peor de escribir con el ordenador es que no ves cómo arde la basura al quemarla, cómo mucho has de conformarte con la imagen de una papelera que no existe; y no te queda otra que confiar en que la máquina destruirá mierda y no permitirá que asome, inoportuna, en el futuro. Eso con las llamas con pasa.