Paquita había dejado la
clase para ir a hacer fotocopias y aquellos niños de segundo de primaria que se
habían quedado bajo el control inquisitorial del delegado de clase, se habían
sublevado y habían estallado en un guirigay de dimensiones bíblicas. Conforme se acercaba por el pasillo ya oía
los gritos de los niños y ya pensaba para sí qué cara poner y qué palabras
decir. Y cuando lo hubo decidido, abrió la puerta y entró a clase. Todos
enmudecieron y se acercaron lentamente a sus sillas; se sentaban con cuidado,
como si temieran hacer ruido ahora.
-No os puedo dejar
solos –dijo Paquita seria y adusta.
Los niños callan.
-Sois la clase más
escandalosa que he tenido jamás –decía mientras cruzaba la sala mirando a
todos los zagales-. ¿No os da vergüenza que os digan eso? A mí se me caería la
cara de vergüenza. Y no es solo conmigo, que me lo dicen todos los profesores…
¡que es que sois insoportables!
Los niños, con la
cabeza gacha, seguían callados.
-¿No decís nada, no?
Vale… Para vosotros haréis.
-Seño.
-Dime Javier.
-He apuntado a todos
los que se han portado mal en la pizarra como me has dicho.
-Así que Adolfo estaba
hablando y gritando, ¿no? –espetó mientras leía los nombres de la pizarra.
-Sí –decía Javier
mientras asentía con la cabeza.
-Adolfo, sal aquí.
Venga.
Adolfo se levanta
mostrando sus mofletes del color del tomate a toda la clase y se acerca a la
pizarra, junto a Paquita.
-Adolfo, hoy vas a
almorzar en clase, porque al patio no vas a salir. Y no solo tú. A ver…
-Perdone, Paquita
–interrumpió Adolfo-. Quitarme el recreo es un castigo autoritario e infundado.
-¿Qué?
-Que todos estaban
hablando y solo me castigas a mí.
-A mí no me vengas con
los demás, Adolfo. No haber hablado.
-Señorita; pues yo
pensaba que esta clase gozaba de un sistema judicial justo y comedido y resulta
que en realidad no es más que una jaula de corruptos en la que reina el
nepotismo. Exijo que si se me priva de recreo, se emprenda un proceso en contra
de todos los que estaban hablando, incluido Javier, que lo he visto yo.
-Adolfo, o te
tranquilizas o llamo a la jefa de estudios.
-¡Ah! ¡A a la jefa de
estudios! Otro eslabón en la jerarquía totalitarista de este colegio.
-¿Quieres que la llame?
-No, señorita, lo que
quiero es que se implante un sistema de justicia sin favoritismos y sin
desigualdades; un sistema judicial en el que lo que escriba el favorito de la
profesora en la pizarra mientras ésta le cuenta a la secretaria lo que ha hecho
el fin de semana no tenga validez absoluta. ¿Sabes lo que te digo?
-Ven. Que vamos a
buscar a la jefa de estudios.
-¿Sabes qué? Que os
creéis capaces de alienarnos con vuestros deberes y vuestros exámenes. Pero eso
genera hastío en la clase y algún día, los niños de segundo de primaria se
levantarán en contra de esta quimera represiva.
-Tira delante de mí,
Adolfo. Que te vea yo.
-No. Me niego. Me niego
rotundamente –y se sentó en el suelo-. ¿Qué vas a hacer, recurrir a la fusta
para obligarme, eh? Venga, carga contra mí. Que todos puedan ver cómo se las
gasta el sistema.
-Tú quédate ahí. Ya
verás.
Paquita sale por la
puerta, da un portazo y deja a los niños solos de nuevo. Adolfo se levanta, se
sube a la mesa del profesor mientras es coreado por algunos. En medio del
estruendo y desde las alturas, agita las manos y ve como el estertor se va
silenciando.
-Compañeros, ¿es así
como queremos ser juzgados? ¿Por un pazguato al que le ponen un positivo por
hacerle el favor a la profe? ¿Creéis que podemos seguir viviendo bajo esta
jerarquía represiva? ¿Sabéis lo que os digo? Que no, que no pueden someternos a
todos. Que somos más, y que tenemos derecho a decidir cómo queremos ser
educados y cómo hemos de ser castigados. ¿Por qué dejamos que elijan por
nosotros?
-¡Eso, eso! –gritan
algunos.
-¡Solo nosotros podemos
responder a estas preguntas con nuestros actos!
Mientras los niños se
exaltaban con las palabras de Adolfo, entraron por la puerta Paquita y la jefa
de estudios, Maricarmen.
-¿Qué haces ahí,
Adolfo? Venga, bájate.
-No –dijo el niño.
-Que no se baje –gritó otro
chaval.
Y pronto, sin una
explicación plausible, todos los niños se pusieron a gritar al unísono que no
se bajase.
-¡Dios mío! ¿Pero qué
es esto? –le decía la jefa de estudios a la profesora, alarmada, antes de
dirigirse a la clase gritando-. O os calláis o no salís al patio en lo que
queda de año y decís adiós al viaje de Terra Mítica en junio.
Los niños se callaron,
enmudecidos como por una fuerza superior.
-No os dejéis
amedrentar. ¡Así es como funcionan ellos! ¡Levantaos! Uno no puede hacer la
revolución solo…
Adolfo, al ver que había
perdido el apoyo popular, bajó de la mesa y se dejó sacar de clase. Lo llevaron
al despacho de Maricarmen y allí
llamaron a sus padres. Lo expulsaron tres días y su madre le tiró la
Playstation 3 a la basura.
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