miércoles, 16 de octubre de 2013

Ni tú ni yo existimos

Al salir de casa, Esteban se encuentra con el cielo encapotado. Mira a un lado y a otro: el ambiente es gris y mortecino. Respira hondo, sintiendo la humedad del ambiente refrescarle por dentro. Se pone la capucha de la sudadera y comienza a andar. Había quedado para tomar algo. De camino a la estación de metro comienzan a caer diminutas gotitas del cielo. A Esteban le parece que las primeras gotas, al reventar en el suelo hayan llamado a otras más grandes; y que estas más grandes hacen más ruido al estallar y por eso llueve cada vez más fuerte. Bajo el aguacero la gente se mueve rápido, con temor a despeinarse, a acabar empapado y manchar la entradilla de su casa con los zapatos mojados o simplemente con miedo a acabar constipado. Esteban sigue caminando como si nada, con la cabeza gacha, sin darse cuenta de que hay una mujer, quizá la única que no corre buscando la cornisa de un balcón. Parece despistada; perdida. La pasa de largo pero nota como una mano le toca el hombro.


—Perdón —le llama una voz.
—Eh… ¿Sí?
—Perdona, ¿podrías decirme por dónde queda la línea diez del metro? Por favor...
—La diez queda un poco lejos y está lloviendo mucho. Si coges la uno puedes hacer trasbordo en un par de paradas. Además, yo voy a la uno.
—¿Te importa si...?
—No, claro. Vamos.
Y los dos empezaron a caminar, como si no lloviese.
—¿A dónde vas? Si se puede saber —pregunta él.
—Al Tanatorio Norte.
—Lo siento... ¿le conocías mucho?
—Quizá.
—¿Es la primera vez que vas a un sitio de esos?
—Sí, no me gustan esos sitios.
—A mi tampoco, la verdad.
—¿Y tú?
—Yo si he ido alguna que otra vez.
—¿Y cómo es?  —pregunta ella, con ingenuidad y con la voz cansada.
—¿El qué?
—Un velatorio.
—!Ah! Pues es una mierda. Vas allí, y si eres muy cercano al muerto lloras y la gente, gente a la que ni conoces ni quieres ver, viene a darte el pésame. Si eres amigo de alguien a quien se le ha muerto alguien vas a estar con él, a hacerle más ligero eso de que gente que no conocía de nada al muerto vayan a hacerse los santos. Es todo mentira. A la gente que va a dar el pésame le da igual y los familiares y amigos aguantan y ponen una sonrisa tonta cuando alguien a quien no conoce de nada viene  y les dice: «¡Ay! Con lo buena persona que era... Ya me acuerdo yo cuando venía todos los días a comprarme la misma barra de pan a la tienda. Era un trozo de pan: gente así queda poca.»
—Eres muy ácido.
—Yo que tú no iría. Ya está muerto. No sirve de nada ponerte delante y despedirte. Te escucha igual desde tu casa que desde el tanatorio.
—Cállate... Por favor.
Los dos se callan y lo único que se oye es el estallido sordo de las gotas al reventar contra el suelo.
—¿Está muy lejos?
—¿El metro? No, ahí al lado.
Y se vuelven a callar.
—Me da miedo —susurra ella.
Solo se oye la lluvia.
—No quiero ir, me da miedo —vuelve a susurrar.
La lluvia diluye sus palabras.
—Está justo ahí.
—No quiero...
—No vayas.
—Tengo que ir.
—No. Ya está muerto. El resto es fachada, mentira.
—Me da miedo.
—¿Cómo?
—Todo aquello. La gente llorando, recordándome anécdotas, tristes, diciéndome que tengo que tirar para adelante;  mintiéndome. Me da miedo no poder aguantarlo.
—Ve a casa.
—A casa es peor...
—Pues no sé.
Otra vez la lluvia.
—¿Podemos ir a algún sitio?
— ¿Tú y yo? Esto es raro de cojones, ¿sabes?
—Vale, pues nada...
—No, no. No puedo decirte que no. Y menos ahora. Ya lo has dicho, ahora tienes que aguantarme.
—Vale... pero... espera. Tengo que pedirte una cosa.
—Dime.
—No sé muy bien como pedírtelo...
—¿El qué?
—A ver... ¿Puedo pedirte que no me digas tu nombre, el de verdad? No me digas nada de tu vida. Que todo lo que me cuentes sea mentira. Se otro conmigo. Miénteme, pero se bueno conmigo. Por favor. ¿Puede ser eso?
—¿Es un juego?
—Sí, es un juego —contesta ella, guarda silencio e inclina la cabeza y deja que la lluvia le limpie las lágrimas y le vuelve a mirar— ¿Cómo te llamas?
—Pedro. ¿Y tú?
—Helena, con hache.
—¿Con hache?
—Sí, con hache es más bonito.
—Vale, Helena, vámonos.
—¿A dónde?
—A un lugar en el que se puede jugar tranquilos.
Ya empapados, cruzan la Calle de Bravo Murillo y se adentran en las callejuelas estrechas de asfalto parcheado que se empinan y bajan por aquella parte del barrio de Tetuán. La luz esta secuestrada por las nubes y allí bajo, parece que el agua se lleve el color de las casas hasta dejar las fachadas de un tono apagado y enfermizo. Es como si le hubiesen arrancado la piel a aquellos edificios y Pedro y Helena pudieran ver su músculos y sus entrañas palpitar mientras caminan por la acera.
El único color que se deja ver era el de las pegatinas de cerrajeros con servicio veinticuatro horas y la tez rosada e hinchada de Helena.
Pedro va diciendo por qué esquina hay que doblar o por cual no; en qué lugares hay que llevar cuidado porque el agua rellena los socavones de la calzada y los coches al pasar podían ponerles perdidos de lodo; en qué momento hay que bajarse de la acera y caminar por el asfalto porque de los canalones de las casas caen cascadas negruzcas; y en cada esquina Helena le vuelve a preguntar si queda mucho y a dónde van, que está empapada y helada del frío.
—Creo que está ahí al lado, Helena.
—¿Crees, Pedro?
—Sí, Helena. Creo. Hace mucho que no voy.
—Vale, Pedro.
Siguen caminando, pero esta vez poco porque Pedro se para en una esquina y le dice a Helena, antes de emprender otra vez la marcha, que el sitio está a la vuelta. Ella dice que le da igual, que solo quiere llegar, que se mueva, que se dé prisa, que el agua no deja de caer y que no tiene ninguna intención de acabar mala. Él le contesta que es demasiado tarde para no enfermar y le hace caso, y sigue hasta el sitio al que quería llevarla.
—¿Las palmeras? —lee el rótulo— ¿Es este el sitio?
—Sí. Las palmeras, Helena. Es cutre de cojones, pero es barato.
—Bueno, me da igual, venga, vamos, entra.
Entran bajando unos escalones y van directos a una de las pocas mesas que había. Se sientan.
—Esto está un poco guarro. Se me quedan los brazos pegados a la mesa, Pedro.
—¿Qué bebes, Helena?
—No sé.
—¿Cerveza?
—Claro...
Pedro se levanta y se acerca a la barra, pide y se pone a hablar con dos hombres que estaban allí sentados. Helena los ve reírse desde su mesa pero una música que le parece latina hasta el extremo no le deja oír bien. La camarera se una a la conversación; también se ríe y a Helena le parece que se ha olvidado de las cervezas. Se siente sola, en un bar cutre perdido en Tetúan, sentada sobre una silla coja y con los brazos pegados a la mesa. ¿Antes de llamarse Helena, con hache, tuvo otro nombre? ¿Tuvo otra vida antes de que la lluvia empezase a caer? Le gusta cómo se siente. Sola. Es una dulce soledad la que le abraza. Dulce porque es falsa, porque Helena no existe y lo que no existe no puede estar solo. También eran dulces las lágrimas que la lluvia le había limpiado, porque el dolor duele menos cuando es de mentira. Quiere llorar y vaciarse de dolor, del dulce, para que cuando la mentira acabe y Helena muera, no tenga que llorar de verdad, porque las lágrimas de verdad son saladas y escuecen al rozar las heridas. ¿Se puede convertir Helena en realidad? No, se dice. La mentira es dulce y la realidad salada. Y Helena ha de morir antes de que sus lágrimas comiencen a ser saladas, antes de que lo falso deje de funcionar.
—Toma, a la próxima pagas tú —le interrumpe Pedro con las cervezas en la mano.
—Claro.
—¿Ves Redes, eso de la ciencia y esas cosas? Di Helena.
—¿Lo de Punset? No, no lo veo. ¿Por qué lo dices?
—Pues yo sí que lo veo. ¿Sabes lo que es la física cuántica?
—¿En serio estamos hablando de física cuántica?
—Tú déjame hablar. Quiero contarte una cosa de la física cuántica que vi en un programa de Redes. Te va a gustar. Hay una... teoría, sí, esa es la palabra, teoría. Pues hay una teoría de la física cuántica que se llama dualidad onda-partícula. Siempre se ha pensado que las ondas eran ondas y que las partículas eran partículas, es decir, cosas diferentes. Pero ahora resulta que hay partículas que se comportan como ondas, y al revés. Hay partículas que son partículas y ondas al mismo tiempo y ondas que son ondas y partículas al mismo tiempo. ¿Me sigues?
—¿Y?
—Que hay cosas que son y no son al mismo tiempo. Tú y yo somos como esas partículas cuánticas. Yo soy Pedro y otra cosa al mismo tiempo y tú eres Helena, con hache, y otra cosa  al mismo tiempo.
—No, ni tú eres Pedro ni yo soy Helena. Es mentira. No existes. Ni yo...
—Eso díselo a las ondas.
—Me importan una mierda las ondas.
—Te toca pagar, Helena. Ya me he acabado la cerveza.
Helena se levanta y se acerca a pedir otras dos cervezas, las paga y vuelve a la mesa. Beben mientras suena la voz de una mujer cantando merengue. La canción habla sobre la República Dominicana. Pasan tres canciones hasta que Pedro se acaba la cerveza y se acerca a pedir otras dos.
—Ni el silencio sería más incómodo que esto —dice mientras se sienta y desliza un tercio de cerveza hacia Helena.
—Ya.
—¿Tanto te importa que Helena o Pedro existan? Qué más dará...
—Sí. Es más fácil si no existen. Si puedo vivir esto como en un sueño o como en un cuento o... como en una película mala, todo es más fácil. De los sueños se despierta uno, los cuentos se queman y las películas se paran. Con la realidad no pasa eso. La realidad duele. Quiero un descanso de la realidad. Necesito huir de lo que hay allí. Desaparecer: no existir. Eso sería genial. Me gusta esto, ¿sabes? 
—¿El qué, fingir?
—Sí. Mentirte y creerme lo que me dices. Saber que es mentira y creérmelo. Me gusta.  Que se joda la realidad, a Helena no puede hacerle nada. A Helena no.
—¿Así que es cosa de desaparecer? Conozco un sitio en el que la realidad no tendrá cojones a ir.
—¿Por qué dices tanto la palabra cojones?
—Mi padre la decía mucho cuando era niño y se me ha pegado.
—Pues sí, el asunto es sentir que esto es como una película de esas malas que echan después de comer los sábados. ¿Sabes, Pedro? De esas que el malo siempre es el marido y sabes cómo van a acabar desde el principio. ¿Puede ser eso?
—Lo dudo. Esas películas son demasiado malas, pero te he dicho que sé un sitio que te sirve si lo que quieres es olvidarte de todo un poco. ¿Es eso, no?
—Sí, por favor.
—¿Quieres que te lo diga o que sea sorpresa?
—Dímelo.
—Vamos al bingo. Ahí, en la Castellana hay uno. Coge tres cartones y no te dará tiempo a pensar en nada más que en los números. Además, a la gente que haya jugando tampoco le da tiempo a pensar en nada más, ni mucho menos en ti y en si eres tú o dejas de serlo. Allí, ni tú ni yo existimos. Allí nadie existe, la verdad.
—No sé jugar...
—Yo te lo explico, es sencillo.
—Vale, me gusta, sí. Me acabo esto y nos vamos.
—Vale, Helena.
Cuando salen del bar Las Palmeras, se ha hecho de noche y ya no llueve, aunque la ropa sigue húmeda y el viento al acariciarles les hiela hasta los huesos. Caminan evitando las calles anchas por las que el aire corre más rápido y desandan sus pasos, volviendo a subir y a bajar por las calles parcheadas, húmedas y descoloridas. Pedro le va diciendo cómo funciona el bingo; que no se tiene que preocupar porque es muy sencillo, que hay un cartón con números y que ella solo tiene que ir tachando los que van diciendo, que si tachaba una fila de números antes que nadie era línea y que si conseguía tachar todos los números del cartón era bingo. Ella no lo entiende muy bien, Pedro podría explicarse mejor, aunque piensa que sobre la marcha acabará de entenderlo.
Llegan y se sientan. Piden dos cervezas más y tres cartones para cada uno. Ella, ahora lo entiende mejor al ver que solo hay números hasta el noventa y nueve, y que están ordenados en filas y en columnas. Los números están grabados en pequeñas pelotas que giran dentro de una gran bola que da vueltas. La gran bola escupe pelotitas y se lee el número que llevan grabado en voz alta. Como en la lotería del niño, piensa ella. Empiezan a llover números y el trabajo de comprobar si en sus cartones están las cifras que van saliendo aleatoriamente de aquella gran esfera que da vueltas no le deja pensar en nada más. Acaba la mano, y a ninguno les ha tocado ningún premio, pero siguen jugando. Cada vez que acaba la partida, Helena piensa que ha estado un buen rato sin pensar en nada más que en números; y eso le reconforta.  Entre juego y juego beben con el rumor de la gente murmurando de fondo.
En una de las partidas, Helena levanta la cabeza y ve que todos en la sala miran hacia sus cartones. Todos están pendientes del azar. ¿Y qué es el azar? Debe ser muy fuerte para que consiga que todos estén pendientes de él, piensa Helena antes de volver la mirada al cartón. Pero ya se ha perdido. Piensa en lo que le dijo Pedro en el bar, que allí nadie existe, y pasea la vista por la sala. Están todos como ausentes, desaparecidos. El azar tiene que ser algo muy fuerte como para que haga desaparecer a tanta gente, como para hacer que no existan durante un rato. El azar le gusta. Le gusta porque el azar no se puede medir ni tocar ni nada de eso. El azar siempre es mentira hasta que se convierte en verdad. Aunque eso último no lo acaba de entender. Sigue dándole vueltas. Nadie puede saber qué número va a salir en el bingo, ese número no se sabe. Ese número es azar, no existe. Pero la gran esfera repleta de bolas escupe una con pelotita con un número y ese número deja de ser azar y se convierte en realidad. Ahora lo entiende. Entonces comprende que ella quiere ser azar.  No puede volver a jugar porque el azar le tiene fascinada y se dedica a beber en silencio, mirando como Pedro no existe. « Si estoy pensando en estas mierdas es que voy muy borracha.»
—Estoy mareada.
—¿Nos vamos?
—Por favor.
Salen a la calle y ella se sienta en el suelo. Él la acompaña y le pregunta que cómo está. Ella está como ida, no contesta y deja que solo se oiga el motor de los coches al acelerar, el caucho de las ruedas pisar el asfalto y  el estruendo de alguna bocina o el canto de alguna sirena.
—Cuantas horas llevamos ahí dentro, Pedro.
—Unas cuantas.
—¿Ha cerrado el metro ya?
—Sí. Hace un buen rato.
—Bien está. ¿Me ayudas a levantarme?
Cuando Helena consigue levantarse, se apoya con las dos manos en la pared y comienza a vomitar cerveza y bilis. Pedro le recoge el pelo y le seca las lágrimas con el pulgar.
—¿Estás mejor?
—Sí.
—Venga, Helena, vámonos.
—¿A dónde?
—A acabar al noche.
—Tengo sed.
—Compraremos agua de camino.
—Vale, vamos, Pedro.
Se alejan de la Castellana, volviendo a meterse en Tetuán. Esta parte del barrio ni tiene las calles empinadas, ni el asfalto roto y reparado mil veces. Encuentran una pequeña tienda de ultramarinos regentada por unos chinos que abría hasta bien entrada la noche y compran una botella de agua. Siguen caminando y llegan a la calle Bravo Murillo. Recorren la calle. A Helena le parece como una frontera, una línea que divide el barrio de Tetuán en dos. Le gusta más la parte de los callejones estrechos; la de los laberintos de color gris. Es como un pegote en medio de Madrid.
Giran a la altura de la calle Marqués de Viana y descienden por la avenida. Al final hay un parque. Pedro le dice que es ahí. Que le va a gustar. Para entrar al parque hay que bajar por unas escaleras que se abren a un paseo de adoquines. A los lados hay unas lomas con un manto de césped. Cuando están bajando por las escaleras Pedro señala el césped y vuelve a decir que es ahí. Se acercan y suben hasta la mitad de la loma; se acuestan y no dicen nada. Por fin el silencio.
—¿Cómo estás, Helena?
—Ahora mejor.
—Me alegro, ¿sabes?
—Gracias... Pedro, ¿queda mucho para que abran el metro?
—No mucho.
— Vale.
Silencio.
—Helena.
—Dime.
—Te quiero, ¿sabes?
—¿Quererme, cómo?
—No sé; te quiero.
—Y yo a ti, Pedro.
—¿Pero, no decías que no existíamos? ¿Tú no existes, no era eso Helena? ¿Cómo vamos a querernos si no existimos?
—No lo sé. Pero no, no existo. Ni tú tampoco.
—¿Somos mentira, Helena?
—Eso quiero creer.
—Vale, Helena. Ni tú ni yo existimos.

—Al menos nosotros lo sabíamos desde el principio. Pedro.

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