Al
salir de casa, Esteban se encuentra con el cielo encapotado. Mira a un lado y a
otro: el ambiente es gris y mortecino. Respira hondo, sintiendo la humedad del
ambiente refrescarle por dentro. Se pone la capucha de la sudadera y comienza a
andar. Había quedado para tomar algo. De camino a la estación de metro comienzan
a caer diminutas gotitas del cielo. A Esteban le parece que las primeras gotas,
al reventar en el suelo hayan llamado a otras más grandes; y que estas más
grandes hacen más ruido al estallar y por eso llueve cada vez más fuerte. Bajo
el aguacero la gente se mueve rápido, con temor a despeinarse, a acabar
empapado y manchar la entradilla de su casa con los zapatos mojados o
simplemente con miedo a acabar constipado. Esteban sigue caminando como si
nada, con la cabeza gacha, sin darse cuenta de que hay una mujer, quizá la
única que no corre buscando la cornisa de un balcón. Parece despistada;
perdida. La pasa de largo pero nota como una mano le toca el hombro.
—Perdón
—le llama una voz.
—Eh…
¿Sí?
—Perdona,
¿podrías decirme por dónde queda la línea diez del metro? Por favor...
—La
diez queda un poco lejos y está lloviendo mucho. Si coges la uno puedes hacer
trasbordo en un par de paradas. Además, yo voy a la uno.
—¿Te
importa si...?
—No,
claro. Vamos.
Y
los dos empezaron a caminar, como si no lloviese.
—¿A
dónde vas? Si se puede saber —pregunta él.
—Al
Tanatorio Norte.
—Lo
siento... ¿le conocías mucho?
—Quizá.
—¿Es
la primera vez que vas a un sitio de esos?
—Sí,
no me gustan esos sitios.
—A
mi tampoco, la verdad.
—¿Y
tú?
—Yo
si he ido alguna que otra vez.
—¿Y
cómo es? —pregunta ella, con ingenuidad
y con la voz cansada.
—¿El
qué?
—Un
velatorio.
—!Ah!
Pues es una mierda. Vas allí, y si eres muy cercano al muerto lloras y la
gente, gente a la que ni conoces ni quieres ver, viene a darte el pésame. Si
eres amigo de alguien a quien se le ha muerto alguien vas a estar con él, a
hacerle más ligero eso de que gente que no conocía de nada al muerto vayan a
hacerse los santos. Es todo mentira. A la gente que va a dar el pésame le da
igual y los familiares y amigos aguantan y ponen una sonrisa tonta cuando
alguien a quien no conoce de nada viene
y les dice: «¡Ay! Con lo buena persona que era... Ya me acuerdo yo
cuando venía todos los días a comprarme la misma barra de pan a la tienda. Era
un trozo de pan: gente así queda poca.»
—Eres
muy ácido.
—Yo
que tú no iría. Ya está muerto. No sirve de nada ponerte delante y despedirte.
Te escucha igual desde tu casa que desde el tanatorio.
—Cállate...
Por favor.
Los
dos se callan y lo único que se oye es el estallido sordo de las gotas al
reventar contra el suelo.
—¿Está
muy lejos?
—¿El
metro? No, ahí al lado.
Y
se vuelven a callar.
—Me
da miedo —susurra ella.
Solo
se oye la lluvia.
—No
quiero ir, me da miedo —vuelve a susurrar.
La
lluvia diluye sus palabras.
—Está
justo ahí.
—No
quiero...
—No
vayas.
—Tengo
que ir.
—No.
Ya está muerto. El resto es fachada, mentira.
—Me
da miedo.
—¿Cómo?
—Todo
aquello. La gente llorando, recordándome anécdotas, tristes, diciéndome que
tengo que tirar para adelante;
mintiéndome. Me da miedo no poder aguantarlo.
—Ve
a casa.
—A
casa es peor...
—Pues
no sé.
Otra
vez la lluvia.
—¿Podemos
ir a algún sitio?
—
¿Tú y yo? Esto es raro de cojones, ¿sabes?
—Vale,
pues nada...
—No,
no. No puedo decirte que no. Y menos ahora. Ya lo has dicho, ahora tienes que
aguantarme.
—Vale...
pero... espera. Tengo que pedirte una cosa.
—Dime.
—No
sé muy bien como pedírtelo...
—¿El
qué?
—A
ver... ¿Puedo pedirte que no me digas tu nombre, el de verdad? No me digas nada
de tu vida. Que todo lo que me cuentes sea mentira. Se otro conmigo. Miénteme,
pero se bueno conmigo. Por favor. ¿Puede ser eso?
—¿Es
un juego?
—Sí,
es un juego —contesta ella, guarda silencio e inclina la cabeza y deja que la
lluvia le limpie las lágrimas y le vuelve a mirar— ¿Cómo te llamas?
—Pedro.
¿Y tú?
—Helena,
con hache.
—¿Con
hache?
—Sí,
con hache es más bonito.
—Vale,
Helena, vámonos.
—¿A
dónde?
—A
un lugar en el que se puede jugar tranquilos.
Ya
empapados, cruzan la Calle de Bravo Murillo y se adentran en las callejuelas
estrechas de asfalto parcheado que se empinan y bajan por aquella parte del
barrio de Tetuán. La luz esta secuestrada por las nubes y allí bajo, parece que
el agua se lleve el color de las casas hasta dejar las fachadas de un tono
apagado y enfermizo. Es como si le hubiesen arrancado la piel a aquellos
edificios y Pedro y Helena pudieran ver su músculos y sus entrañas palpitar
mientras caminan por la acera.
El
único color que se deja ver era el de las pegatinas de cerrajeros con servicio
veinticuatro horas y la tez rosada e hinchada de Helena.
Pedro
va diciendo por qué esquina hay que doblar o por cual no; en qué lugares hay
que llevar cuidado porque el agua rellena los socavones de la calzada y los
coches al pasar podían ponerles perdidos de lodo; en qué momento hay que
bajarse de la acera y caminar por el asfalto porque de los canalones de las
casas caen cascadas negruzcas; y en cada esquina Helena le vuelve a preguntar
si queda mucho y a dónde van, que está empapada y helada del frío.
—Creo
que está ahí al lado, Helena.
—¿Crees,
Pedro?
—Sí,
Helena. Creo. Hace mucho que no voy.
—Vale,
Pedro.
Siguen
caminando, pero esta vez poco porque Pedro se para en una esquina y le dice a
Helena, antes de emprender otra vez la marcha, que el sitio está a la vuelta.
Ella dice que le da igual, que solo quiere llegar, que se mueva, que se dé
prisa, que el agua no deja de caer y que no tiene ninguna intención de acabar
mala. Él le contesta que es demasiado tarde para no enfermar y le hace caso, y
sigue hasta el sitio al que quería llevarla.
—¿Las palmeras? —lee el rótulo— ¿Es este
el sitio?
—Sí.
Las palmeras, Helena. Es cutre de
cojones, pero es barato.
—Bueno,
me da igual, venga, vamos, entra.
Entran
bajando unos escalones y van directos a una de las pocas mesas que había. Se
sientan.
—Esto
está un poco guarro. Se me quedan los brazos pegados a la mesa, Pedro.
—¿Qué
bebes, Helena?
—No
sé.
—¿Cerveza?
—Claro...
Pedro
se levanta y se acerca a la barra, pide y se pone a hablar con dos hombres que
estaban allí sentados. Helena los ve reírse desde su mesa pero una música que
le parece latina hasta el extremo no le deja oír bien. La camarera se una a la
conversación; también se ríe y a Helena le parece que se ha olvidado de las
cervezas. Se siente sola, en un bar cutre perdido en Tetúan, sentada sobre una
silla coja y con los brazos pegados a la mesa. ¿Antes de llamarse Helena, con
hache, tuvo otro nombre? ¿Tuvo otra vida antes de que la lluvia empezase a
caer? Le gusta cómo se siente. Sola. Es una dulce soledad la que le abraza.
Dulce porque es falsa, porque Helena no existe y lo que no existe no puede
estar solo. También eran dulces las lágrimas que la lluvia le había limpiado,
porque el dolor duele menos cuando es de mentira. Quiere llorar y vaciarse de
dolor, del dulce, para que cuando la mentira acabe y Helena muera, no tenga que
llorar de verdad, porque las lágrimas de verdad son saladas y escuecen al rozar
las heridas. ¿Se puede convertir Helena en realidad? No, se dice. La mentira es
dulce y la realidad salada. Y Helena ha de morir antes de que sus lágrimas
comiencen a ser saladas, antes de que lo falso deje de funcionar.
—Toma,
a la próxima pagas tú —le interrumpe Pedro con las cervezas en la mano.
—Claro.
—¿Ves
Redes, eso de la ciencia y esas cosas? Di Helena.
—¿Lo
de Punset? No, no lo veo. ¿Por qué lo dices?
—Pues
yo sí que lo veo. ¿Sabes lo que es la física cuántica?
—¿En
serio estamos hablando de física cuántica?
—Tú
déjame hablar. Quiero contarte una cosa de la física cuántica que vi en un
programa de Redes. Te va a gustar. Hay una... teoría, sí, esa es la palabra,
teoría. Pues hay una teoría de la física cuántica que se llama dualidad
onda-partícula. Siempre se ha pensado que las ondas eran ondas y que las
partículas eran partículas, es decir, cosas diferentes. Pero ahora resulta que
hay partículas que se comportan como ondas, y al revés. Hay partículas que son
partículas y ondas al mismo tiempo y ondas que son ondas y partículas al mismo
tiempo. ¿Me sigues?
—¿Y?
—Que
hay cosas que son y no son al mismo tiempo. Tú y yo somos como esas partículas
cuánticas. Yo soy Pedro y otra cosa al mismo tiempo y tú eres Helena, con
hache, y otra cosa al mismo tiempo.
—No,
ni tú eres Pedro ni yo soy Helena. Es mentira. No existes. Ni yo...
—Eso
díselo a las ondas.
—Me
importan una mierda las ondas.
—Te
toca pagar, Helena. Ya me he acabado la cerveza.
Helena
se levanta y se acerca a pedir otras dos cervezas, las paga y vuelve a la mesa.
Beben mientras suena la voz de una mujer cantando merengue. La canción habla
sobre la República Dominicana. Pasan tres canciones hasta que Pedro se acaba la
cerveza y se acerca a pedir otras dos.
—Ni
el silencio sería más incómodo que esto —dice mientras se sienta y desliza un
tercio de cerveza hacia Helena.
—Ya.
—¿Tanto
te importa que Helena o Pedro existan? Qué más dará...
—Sí.
Es más fácil si no existen. Si puedo vivir esto como en un sueño o como en un
cuento o... como en una película mala, todo es más fácil. De los sueños se
despierta uno, los cuentos se queman y las películas se paran. Con la realidad
no pasa eso. La realidad duele. Quiero un descanso de la realidad. Necesito
huir de lo que hay allí. Desaparecer: no existir. Eso sería genial. Me gusta
esto, ¿sabes?
—¿El
qué, fingir?
—Sí.
Mentirte y creerme lo que me dices. Saber que es mentira y creérmelo. Me
gusta. Que se joda la realidad, a Helena
no puede hacerle nada. A Helena no.
—¿Así
que es cosa de desaparecer? Conozco un sitio en el que la realidad no tendrá
cojones a ir.
—¿Por
qué dices tanto la palabra cojones?
—Mi
padre la decía mucho cuando era niño y se me ha pegado.
—Pues
sí, el asunto es sentir que esto es como una película de esas malas que echan
después de comer los sábados. ¿Sabes, Pedro? De esas que el malo siempre es el
marido y sabes cómo van a acabar desde el principio. ¿Puede ser eso?
—Lo
dudo. Esas películas son demasiado malas, pero te he dicho que sé un sitio que
te sirve si lo que quieres es olvidarte de todo un poco. ¿Es eso, no?
—Sí,
por favor.
—¿Quieres
que te lo diga o que sea sorpresa?
—Dímelo.
—Vamos
al bingo. Ahí, en la Castellana hay uno. Coge tres cartones y no te dará tiempo
a pensar en nada más que en los números. Además, a la gente que haya jugando
tampoco le da tiempo a pensar en nada más, ni mucho menos en ti y en si eres tú
o dejas de serlo. Allí, ni tú ni yo existimos. Allí nadie existe, la verdad.
—No
sé jugar...
—Yo
te lo explico, es sencillo.
—Vale,
me gusta, sí. Me acabo esto y nos vamos.
—Vale,
Helena.
Cuando
salen del bar Las Palmeras, se ha
hecho de noche y ya no llueve, aunque la ropa sigue húmeda y el viento al
acariciarles les hiela hasta los huesos. Caminan evitando las calles anchas por
las que el aire corre más rápido y desandan sus pasos, volviendo a subir y a
bajar por las calles parcheadas, húmedas y descoloridas. Pedro le va diciendo
cómo funciona el bingo; que no se tiene que preocupar porque es muy sencillo,
que hay un cartón con números y que ella solo tiene que ir tachando los que van
diciendo, que si tachaba una fila de números antes que nadie era línea y que si
conseguía tachar todos los números del cartón era bingo. Ella no lo entiende
muy bien, Pedro podría explicarse mejor, aunque piensa que sobre la marcha
acabará de entenderlo.
Llegan
y se sientan. Piden dos cervezas más y tres cartones para cada uno. Ella, ahora
lo entiende mejor al ver que solo hay números hasta el noventa y nueve, y que
están ordenados en filas y en columnas. Los números están grabados en pequeñas
pelotas que giran dentro de una gran bola que da vueltas. La gran bola escupe
pelotitas y se lee el número que llevan grabado en voz alta. Como en la lotería
del niño, piensa ella. Empiezan a llover números y el trabajo de comprobar si
en sus cartones están las cifras que van saliendo aleatoriamente de aquella
gran esfera que da vueltas no le deja pensar en nada más. Acaba la mano, y a
ninguno les ha tocado ningún premio, pero siguen jugando. Cada vez que acaba la
partida, Helena piensa que ha estado un buen rato sin pensar en nada más que en
números; y eso le reconforta. Entre
juego y juego beben con el rumor de la gente murmurando de fondo.
En
una de las partidas, Helena levanta la cabeza y ve que todos en la sala miran
hacia sus cartones. Todos están pendientes del azar. ¿Y qué es el azar? Debe
ser muy fuerte para que consiga que todos estén pendientes de él, piensa Helena
antes de volver la mirada al cartón. Pero ya se ha perdido. Piensa en lo que le
dijo Pedro en el bar, que allí nadie existe, y pasea la vista por la sala.
Están todos como ausentes, desaparecidos. El azar tiene que ser algo muy fuerte
como para que haga desaparecer a tanta gente, como para hacer que no existan
durante un rato. El azar le gusta. Le gusta porque el azar no se puede medir ni
tocar ni nada de eso. El azar siempre es mentira hasta que se convierte en
verdad. Aunque eso último no lo acaba de entender. Sigue dándole vueltas. Nadie
puede saber qué número va a salir en el bingo, ese número no se sabe. Ese
número es azar, no existe. Pero la gran esfera repleta de bolas escupe una con
pelotita con un número y ese número deja de ser azar y se convierte en realidad.
Ahora lo entiende. Entonces comprende que ella quiere ser azar. No puede volver a jugar porque el azar le
tiene fascinada y se dedica a beber en silencio, mirando como Pedro no existe. « Si
estoy pensando en estas mierdas es que voy muy borracha.»
—Estoy
mareada.
—¿Nos
vamos?
—Por
favor.
Salen
a la calle y ella se sienta en el suelo. Él la acompaña y le pregunta que cómo
está. Ella está como ida, no contesta y deja que solo se oiga el motor de los
coches al acelerar, el caucho de las ruedas pisar el asfalto y el estruendo de alguna bocina o el canto de
alguna sirena.
—Cuantas
horas llevamos ahí dentro, Pedro.
—Unas
cuantas.
—¿Ha
cerrado el metro ya?
—Sí.
Hace un buen rato.
—Bien
está. ¿Me ayudas a levantarme?
Cuando
Helena consigue levantarse, se apoya con las dos manos en la pared y comienza a
vomitar cerveza y bilis. Pedro le recoge el pelo y le seca las lágrimas con el
pulgar.
—¿Estás
mejor?
—Sí.
—Venga,
Helena, vámonos.
—¿A
dónde?
—A
acabar al noche.
—Tengo
sed.
—Compraremos
agua de camino.
—Vale,
vamos, Pedro.
Se
alejan de la Castellana, volviendo a meterse en Tetuán. Esta parte del barrio
ni tiene las calles empinadas, ni el asfalto roto y reparado mil veces.
Encuentran una pequeña tienda de ultramarinos regentada por unos chinos que abría
hasta bien entrada la noche y compran una botella de agua. Siguen caminando y
llegan a la calle Bravo Murillo. Recorren la calle. A Helena le parece como una
frontera, una línea que divide el barrio de Tetuán en dos. Le gusta más la
parte de los callejones estrechos; la de los laberintos de color gris. Es como
un pegote en medio de Madrid.
Giran
a la altura de la calle Marqués de Viana y descienden por la avenida. Al final
hay un parque. Pedro le dice que es ahí. Que le va a gustar. Para entrar al
parque hay que bajar por unas escaleras que se abren a un paseo de adoquines. A
los lados hay unas lomas con un manto de césped. Cuando están bajando por las
escaleras Pedro señala el césped y vuelve a decir que es ahí. Se acercan y
suben hasta la mitad de la loma; se acuestan y no dicen nada. Por fin el
silencio.
—¿Cómo
estás, Helena?
—Ahora
mejor.
—Me
alegro, ¿sabes?
—Gracias...
Pedro, ¿queda mucho para que abran el metro?
—No
mucho.
—
Vale.
Silencio.
—Helena.
—Dime.
—Te
quiero, ¿sabes?
—¿Quererme,
cómo?
—No
sé; te quiero.
—Y
yo a ti, Pedro.
—¿Pero,
no decías que no existíamos? ¿Tú no existes, no era eso Helena? ¿Cómo vamos a
querernos si no existimos?
—No
lo sé. Pero no, no existo. Ni tú tampoco.
—¿Somos
mentira, Helena?
—Eso
quiero creer.
—Vale,
Helena. Ni tú ni yo existimos.
—Al
menos nosotros lo sabíamos desde el principio. Pedro.
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