Ha vuelto a
ocurrir. Esta mañana, una diminuta criatura de homínidas formas me
ha estirado de los pelos de la barba hasta despertarme. Un viejo de un palmo de alto
me ha ordenado, con voz imperativa, salir de la cama y vestirme. Se me ha subido
al hombro y ha sacado de mi oído una gayata, un puro y una caja de cerillas. Ha
apoyado el bastón sobre su regazo y ha encendido un misto en mi cuello, lo ha
acercado al extremo del cigarro y lo ha arrancado a caladas. En silencio, ha
saboreado el tabaco mientras lanzaba al aire figuras de humo amorfas. Y así ha
estado un buen rato hasta que ha estallado a hablar con un desenfreno digno de
aquél que acaba de perder la mudez. Se ha presentado. Eusebio se llamaba, pero
desde que se le murió la mujer, Leonor, prefería que le llamasen Antonio. Como
Machado. Era analfabeto pero me recitó “A un olmo seco”, como si hubiese sido su
pluma la que le hubiese pedido otro milagro a la primavera. Me comentaba que su
hijo, que en buena hora fue a la escuela y que era listo como un lince, se lo
recitó hasta recordarlo. Así se salvó el chaval de más de una colleja, reconocía
gruñendo. Por lo visto, el lázaro que tenía por vástago le practicaba la
extorsión con la poesía.
Que era de un
pueblo del levante, pero que no me iba a decir el nombre. Que me lo imaginase
yo, que todo lo que se desconoce se llama igual. Y yo, por no llevarle la
contraria lo empadroné en Maríadelosmares en lo que tarda en pestañear un
murciélago. Por cierto, villa paradisiaca donde las haya. De esas, que aún besando el Mediterráneo y
teniendo playas de color miel, están por desvirgar. Resultó ser conformista e hizo de
Maríadelosmares tierra natal como si se tratase aquello del mismo cielo
bendito. Pescador de profesión que lo hice. Aunque no le debió gustar el mar
cuando de un garrotazo en el lóbulo me corrigió. Que aunque junto a la playa
hubiera nacido, pastor de cabras había sido engendrado. Una boina le echaba yo
en falta a aquel cabrero. Se ve que en el levante no son de chapelas.
De camino a la
cocina a prepararme el café del mediodía, aquel hombre seguía contándome las
peculiaridades y las extrañezas de su vida. Le ofrecí una taza, pero me
respondió que los que no existen, ni comen ni beben nada que tenga dimensiones
empíricas. Las elucubraciones suelen ser así de caprichosas. No
me extrañó. Él, volvió a meter la mano en mi oído y desenterró de entre el cerumen
un carajillo. Aún siendo la taza diminuta, rebosaba aquello un hedor a orujo
destilado en casa que me arrancó una arcada.
-Eusebio, ¿está usted seguro de que
quiere beberse eso?
-¿Qué no te he dicho que me llames
Antonio, como Machado?- me insistió al tiempo que me calentaba la oreja con la
gayata-. Y por supuesto que quiero bebérmelo, los efluvios del orujo me
confieren atributos sobrenaturales.
-Si de tan solo olerlo me está
entrando la bobería, no me quiero imaginar lo que le pueda pasar a usted con
ese cuerpecillo de hada levantina. Lleve cuidado, y no permita que los efluvios
le hagan caer de mi hombro, que si no se acabó la conversación.
-Déjate de sandeces. Mira a Baudelaire
que se ponía el muchacho de ajenjo hasta el entrecejo y ahí lo tienes. Más vivo
que tú y que yo juntos.
-E…Antonio, está usted comenzando a
delirar. ¿Usted sabe de quién habla?
-¿Delirar? – dijo mientras trataba de
alcanzarme la oreja de nuevo con el bastón, pero por lo visto entre los poderes
que aquel brebaje le dotaba no estaba la puntería-.
Deja de moverte que me mareo…
-Si ya le he dicho yo que eso era
veneno.
-No me interrumpas que te arreo –
decía como si en la amenaza trajese alguna novedad-. Te decía que el
francés está más vivo que los dos juntos. Es posible que no respire. Eso no te
lo niego. Pero vivo está. Es que tienes tú una visión de la vida un poco oscura.
Y estrecha también. ¿Así que consideras vivo a un humanillo que te saca de la
cama y que se te sube a la chepa pero el mamón del francés, al que le puedes
hablar y que te escucha, porque hablar no habla que ya lo tiene todo dicho,
está muerto? Eres un poco limitado.
-Y usted está borracho.
-Ya, pero lo mío es transitorio,
como la vida misma.
-Para no saber leer, tiene usted una
verbosidad exquisita.
-Díselo a mi hijo. A mí no me vengas
con piropos que te arreo – de hecho lo volvió a intentar pero hasta perdió la
gayata en el intento-. El caso es que te estaba diciendo que hay más de una
vía para mantener la vitalidad. Y con
eso, ¿sabes cuál ha sido el mayor genocidio de la historia vuestra, la de los
humanos? – comentaba la pobre criatura mientras bostezaba y apoyaba la cabeza
contra la pared de mi cuello.
-Ni idea. Aquí es usted el
catedrático.
- La quema de la Biblioteca de
Alejandría – afirmaba con pena en la voz y tratando de combatir los efectos del
licor-. ¿Cuántas almas quedarían allí, reducidas a polvillo?
Me quedé
pensativo, tratando de digerir la batería divagadora que me había lanzado.
Cuando traté de comentarle algo al respecto ya estaba él acurrucado entre los
brazos de Morfeo.
Eusebio o
Antonio –como a él le gustaba-, comenzó perder opacidad hasta vaporizarse. Se
había marchado. Es algo que suele pasar. Algunos que vienen se van sin contar
todo lo que deberían. Ha habido veces que he tenido invitados, así los llamo
yo, durante semanas. Como aquella mujercilla que se estaba ahogando en una
jarra de cerveza y salvé de la muerte. Se pasó un mes subida en mi hombro.
María, si no recuerdo mal. Decía estar muerta, y que más le valía la defunción
que la vida. Le falló el recurso al suicidio. Se le había ido la hija con los
angelitos y trató de seguir las migas de pan, pero se perdió en el sendero. “Cuando la muerte te ignora, o es que ya estás
muerto o es que has revivido. Yo reviví”, parloteaba, con cierto deje, como si
comentara con la vecina la granizada de anoche. Por lo visto, la rescató un buen hombre de morir
a la intemperie, y no me dijo qué artes le aplicó, pero como propina a la resurrección
le cargó encima un enamoramiento de los que hacen callo. Así estuvieron hasta
que, sin quererlo con muchas ansias, enganchó un embarazo del mismo modo que como se coge un costipado. Y
el miedo a perder otra criaturilla, que se le metió hasta en las uñas, hizo que una tarde se
merendase una botella de vodka y un bote
de barbitúricos. Pues esto, que así contado parece que le falte sustancia, le
costó soltarlo un mes. Parecía que no le importaba mucho lo ocurrido, pasaba agazapada
entre mi melena la mayor parte del tiempo. No sé muy bien que le pasó, quizás el ver las rutinas abrasadoras de mi vida, y de las de todo el mundo que escrudiñaba
como el loro de John Long Silver, le hicieron ver que su pavor no fue tanto. Ver a tanta gente quejarse de una vida a la
que se aferraba cambió algo en el mecanismo de su lógica. Al mes, ya docta en la irrazón del ser humano, me contó lo que había venido a contar y se hizo uno con el aire.
Antes de irse me
dijo al oído: “Que no te engañen; el vació existencial no existe, tan solo hay
saturación de la nada”.
Todos aportan
algo antes de irse. Pero no todos aparecen igual, ni siquiera todos son
ensoñaciones mías, al menos no en su diminuta totalidad. Algunos son personas que he visto antes y de
los que me ha llamado la atención algo. El más mínimo detalle que despierte mi
interés es válido para que a las horas, días o incluso años, la señora mayor que canta rancheras en el
metro se escurra por mi oído y se monte un trono en mi hombro. O el hombre que
sobre una lona plantada en el suelo esparcía joyas de la literatura universal a
precios de ensueño frente a la facultad, descienda por la patilla, con aires de
escalador amateur, y se quede colgado del cuello de mi camiseta. Por poner algún
ejemplo.
Cada uno tiene
su particularidad. Hablo con ellos y me entero de sus sentimientos, de sus
temores, y de sus sueños. Por mi parte no hace falta que les comente nada, se
lo saben todo, ellos son producto de ese todo. Les suelo preguntar por aquello que
me ha llamado la atención. A veces me lo explican con sumo detalle, otras veces
– y esto es más común- me dicen que me lo imagine. Mejor dicho, me exigen que
cree esa parte de su vida que yo no sé y que por tanto ellos tienen en blanco.
Y me lo piden con nerviosismo, como si al formular yo la pregunta se hubiesen
dado cuenta de que les faltaba medio pasado y todo el futuro. Que ni lo habían
vivido ni lo iban a vivir, y que su único consuelo era que yo les diese uno
postizo. Muchos se ponen histéricos porque no saben de dónde han salido. Más de
uno se ha tirado desde mi hombro al suelo. Otros, que aparecen de forma
excepcional tienen claro a lo que han venido. Narran su fantasía como en un
teletipo y hasta me dan consejos y apuntes para cuando redacte la entelequia. Al
fin y al cabo, para eso los creo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario