Estaba él apoyado en la baranda de hierro forjado,
siguiendo con el dedo la espiral de uno de los barrotes que se enrollaba sobre
sí mismo. Miraba, desde el balcón, como el sol se agazapaba entre los edificios
y soltaba algún destello furioso antes de que el horizonte se lo comiese, ajeno
a la presencia que se acercaba con sigilo para sorprenderlo con un beso en la
nuca y sacarlo del absurdo de contar cuantas veces era capaz el hierro de
circunvalarse. Ella, aún sin haberlo sacado de su obnubilación, le pegó un
tirón del brazo y le dio la vuelta, para situarse frente a frente y saludarle comprobando
a qué sabían sus papilas gustativas. Tanto le gustó el sabor, que como si en vez
de brazos tuviese cadenas se abrazó a él y hundió las uñas en su espalda, y las
arrastró por la piel tatuándole con pasión unas alas.
Él, recuperado ya de la sorpresa, le dio potestad a
la lengua para elegir los destinos de sus propias excursiones; se escabulló por
la comisura de los labios y le dio por trepar por los pómulos de ella
inventándose un camino de eses con las que evitaba sus pecas hasta llegar hasta
el lóbulo de la oreja donde le susurró unas palabras en un idioma tan dulce,
nuboso y suave que hasta las peticiones más voluptuosas se tornaban en deseos
pulcros. Se separó de su oreja y con los
pulmones llenos, soltó una bocanada de aire que lanzó sobre su cuello y fue
bajando hasta casi la altura del ombligo. Las prendas de vapor de agua que
tenía ceñidas a la piel quedaban difuminadas hasta desaparecer conforme el
soplido las atropellaba.
Sin desearlo, y sin tener conciencia de ello, sus
pies se despegaban de la superficie al tiempo que las nubes con las que estaban
tejidas sus prendas eran desmembradas,
aspiradas, o simplemente apartadas abanicándolas con la mano. El sol anunciaba
su ocaso y ellos, se erigían sobre el cielo; eclipsando a la luna. Flotando
sobre el mundo y habiéndose despedido de la gravedad se recorrían las formas el
uno al otro con celestialidad. Los cabellos de ella eran pelirrojos, y allí, en
la altura de lo divino se esculpían a sí mismos cobrando formas vivas que
cabalgaban con elegancia sobre sus cueros.
Bendecidos con la pasión y con la sangre hirviendo
bajo sus cuerpos, se regalaban amor con los dientes, la lengua, las uñas, las
manos, con la voz y hasta con la nariz. Sus miembros eran serpientes
tendenciosas que se entrelazaban y que buscaban, con ansia devorar todos los
frutos. Se bebían, se comían y se oían cantar de placer en ese dialecto que
solo ellos podían articular. Sus cuerpos se fundían en sudor y efluvios que
caían donde los mortales gota a gota. Llovía amor.
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