Se llamaba
Nikolay. Y aún me acuerdo de la primera vez que se fue. Una madre no olvida los
ojos con los que un hijo le dice adiós. Parecían dos esferas de azabache recién
pulidas; grandes y brillantes. Me miraba con la cabeza inclinada hacia abajo
porque, él, era muy alto aunque siempre me decía que no; "eso es porque no
has visto a Alexandr o a Yuri", repetía cada vez que le pedía que no
creciese tanto. Claro que había visto a sus amigos, solo que para mí siempre sería el más alto, el más fuerte, el
más listo y el más guapo. Siempre sería mi hijo.
Se fue a que lo
mataran, con ese traje que dicen que es de un color que no es. Él levantaba la gymnastiorka con las dos manos en el
aire y la miraba con tanta ilusión como pocas veces le vi sentir. Él debía ver
verde. Yo en cambio, no sé si por algún azar premonitorio o por el desasosiego
que le causa a una madre contemplar a su hijo sosteniendo la prenda con la que
a lo peor acaba muerto, veía gris. Como si mirase una foto. Pero a Nikolay le
encantaba, no el color verde, sino lo que representaba. No era un trozo de
tela, al menos para él, era un símbolo. Y creía en ese símbolo; tenía una
necesidad imperiosa de defenderlo. Yo le solía decir que no se enamorase de
nada que no pudiese llevarse a la boca. Eso de encariñarse con las ideas lo
aprendió fuera de casa.
Se fue el 23 de junio
del año cuarenta y uno. La noticia de que los nazis nos habían atacado bruñó
sus ojos hasta sacarles un brillo exacerbado. Esa mañana, unos golpes en la
puerta me sacaron de la cama. El sol aún no asomaba por completo y algún que
otro haz pincelaba una nube de naranja. Cuando abrí, al otro lado se encontraba
Yuri, el amigo de mi hijo. Se debatía
entre el nerviosismo y el miedo, o quizás simplemente estuviese emocionado. Temblaba.
Solo pudo pronunciar el nombre de Nikolay a trompicones. No me dijo qué
ocurría. Si me lo hubiese dicho le abría cerrado la puerta en las narices. Pero
no lo hizo. En cualquier caso, no habría conseguido nada echándolo. Se habría
enterado de cualquier forma.
Me acerqué hasta
la cama de Nikolay para despertarlo y le dije que preguntaban por él. Estaba
esperando ese momento desde que tuvo la guerrera en sus manos. Abrió los ojos,
y con una lucidez pasmosa fue a ver quién era sabiendo qué ocurría. No
hablaron, ni una palabra. Se miraron, esperando a que alguno de los dos
articulase la primera sílaba. Los temblores se contagiaban a través del
silencio. No necesitaban frases. Sus rostros eran un portal que conducía a las
profundidades de sus seres. Sentí cómo podía nadar entre sus temores, cómo el
espectro de la muerte rondaba por sus consciencias. Pero había algo más: un
fulgor que tragaba odio y ansiaba sangre. Una luz tan potente que cegaba. En
ese momento fui consciente de que la cólera era la antorcha de aquellos dos
ciegos. No había nada que hacer. Nikolay asentó con la cabeza y cerró la
puerta. Se vistió de gris, me besó en la frente y se marchó sin prometerme que
volvería.
*****
Los días se
tornaron extraños. Cuando vives con la incertidumbre de no saber si tu hijo
está muerto te vuelves insensible a todo. Llegaban algunas cartas, no muchas,
pero alguna que otra recibíamos del frente. Esto no es Moscú, es un pueblecillo
pequeño y por aquél entonces lo era aún más. La noticia de que unas palabras
habían escapado a las balas, al fuego y las bombas movía a cualquiera que tuviese a alguien en
las trincheras a agolparse en la puerta del destinatario con la esperanza de
que trajese noticias. No solía ser así. Lo más común era que fuese una simple
señal de vida. O el aviso de algún camarada que avisaba de que tu hijo, marido
o hermano había muerto. De Nikolay nunca tuve noticias. Llegué a enterarme de
la desgracia de alguno de sus amigos. Pero nunca llegó ni una sola palabra
sobre él.
La guerra acabó
para Rusia en mayo del cuarenta y cinco. Se tomó Berlín y se hizo lo que se
suponía que debía hacerse. Pasadas unas semanas, los soldados empezaban a
llegar a sus casas con cuentagotas. La
euforia de haber vencido a los nazis desaparecía de sus rostros cuando entraban
en el pueblo y veían en las caras de las gentes, la espera eterna a la que
habían quedado condenados. No fue hasta pasado un tiempo que las camas frías de
las recién viudas confirmaron lo letal que había sido la guerra. Los relatos, traídos
del mismo infierno eran susurrados por aquél que se atrevía a revivir el
desastre. Eran crónicas cargadas de destrucción, de hambre y de frio, cebadas
de heroísmo por unos o de tragedia por otros, según quién las contara. Por el
contrario, el silencio y el olvido era lo único que les protegía de tener que
explicarle a la madre de un camarada en qué circunstancias había muerto su
hijo. Pensaba que tras algo así se encontraba la historia de Nikolay. Nadie
sabía nada.
Los meses
pasaban más lentos desde que acabó la guerra. La esperanza de que alguno de los
soldados que llegaban fuese Nikolay se desvanecía cada vez que uno de éstos no
acababa en mis brazos. Pero ninguno de éstos era ni tan alto ni tan guapo. Casi
lo doy por muerto. Falto muy poco. Pero volvió. Tardó cuatro años y tres meses
pero volvió. Llegó el doce de septiembre, si es que la memoria me es fiel.
Estaba irreconocible; el brillo de sus ojos se había tornado en asperezas. La
ilusión con la que sujetaba la guerrera se le murió junto con otros muchos
amigos, camaradas, compañeros y conocidos. Llegó sin uñas; con los dientes
reducidos a la mitad, limados y con garabatos grabados a fuego por todo su
cuerpo. Solo tuve la valentía en una ocasión para preguntarle por lo que le
había ocurrido. Él me miró, a los ojos, con ternura y comprensión, aunque con
algo de severidad. No pude sumergirme en la oscuridad de su mirada como había
hecho otras veces. Quizás no había ya lugar en el que zambullirse ni emociones
que curiosear. Se ve que en las uñas va el alma. Y así, sin decir nada, negó
con la cabeza suavemente y enterró para siempre el origen de sus cicatrices.
Supongo que no
es el tipo de cosas que se le cuenta a una madre. A pesar de ello, he escuchado
historias en las que se dicen las cosas que los nazis les hacían a los presos
de guerra. No sé hasta qué punto serían verdad… lo más sencillo fue no creer en
esos rumores. Una, tras tantos años y tras otras cuantas penurias acaba dándose
cuenta de que la vida es humo. La verdad no está hecha para las personas;
nosotros nos desenvolvemos en una realidad en la que si el agua es agua, es
porque moja.
Tras su llegada,
la vida volvió a su cauce. Y la cálida rutina de una vida común llenó nuestros
días. El fin de la guerra trajo una atmósfera de alivio y dejó en su carácter
una impronta de sumisión y tranquilidad. Y aunque daría mi aliento por poder
dejar de escribir aquí, hay existencias que están hechas para la desgracia y el
dolor. Y parece ser que la de mi Nikolay es una de ellas.
Yo no estaba
presente cuando se lo llevaron. Salió de casa dejando la cama sin hacer, a
mediodía, y ya no pudo volver. Ni siquiera pude mirarle a los ojos por última
vez; desde que la policía secreta lo arrestó nadie lo ha vuelto a ver. Cuando
me enteré por una vecina de que me habían quitado a mi hijo fui a que me lo
devolvieran. Lo que me dijeron entonces, escondía una maldad y una crueldad
como la que jamás he visto en los años que llevo viva. Me dijeron que Nikolay
había traicionado al resto de sus camaradas, que era un desviacionista y un
contrarrevolucionario. Esas palabras, que ni siquiera ellos eran capaces de
definir me golpearon como un rayo.
Esto no me lo
dijeron, pero me atrevo a afirmarlo sin temor a errar: lo detuvieron porque
había salido del cerco del sistema comunista. Aunque lo único que hubiese
visto, sentido y sufrido más allá hubiese sido como le arrancaban las uñas una
a una, la sensación de que una lima arañase sus dientes hasta convertirlos en
tiza o el calor de una vara ardiendo dibujando en su piel los caprichos de
algún hijo de puta. A los campos de trabajo que lo enviaron. Y todo por miedo,
por un pavor que convirtió a cualquiera que hubiese estado expuesto a algo
distinto al comunismo en enemigo de éste. Actuaron poniendo en cuarentena a los
que podían estar infectados de un virus del que no sabían ni sus síntomas. Y
por supuesto, Nikolay estaba infestado hasta la médula. Debieron pensar que si
tras haber sido torturado estaba vivo, con algo habría comprado su vida. Si es
que pensaron y no aplicaron sistemáticamente sus temores convertidos en proyectos
letales.
Pensar que está
vivo es un lujo que no sé si puedo permitirme. Con el tiempo, una se cansa de
alimentar la esperanza; en ocasiones me siento como los burgueses de antes,
acaparando piezas de oro y frotando esmeraldas y rubíes con paño durante toda
una vida hasta que se mueren sin darse cuenta de que no hacían más que darle
mantenimiento a sus grilletes. En parte hago lo propio con la posibilidad de
que Nikolay siga con vida ahí, en cualquier rincón de un paramo siberiano. A
veces pienso que, quizás, deshacernos de la esclavitud sea lo que nos trae la
infelicidad. El feliz no puede ser libre; el amor, la riqueza, el poder. Todo
son cadenas. Incluso el que se aferra a su libertad es esclavo de la misma. Únicamente
elegimos de qué están forjadas nuestras cadenas. De esto me doy cuenta ahora…
En cualquier caso, no se ha de tomar esto como un intento por mirar bajo los
estratos de la persona, tan solo son torpes reflexiones que se me han ido
iluminando en el desamparo de estos últimos años.
Hoy, tras casi
ocho años de debatirme conmigo misma si abandonar a Nikolay y reconocer el fin
de su agonía o engordar el sueño de un retorno, algo ha ocurrido con la fuerza
suficiente como para cambiar mi realidad. Hoy, el cinco de marzo de un año
cincuenta y tres, Stalin ha muerto. Y son las cadenas que me atan al aliento de
Nikolay las que me han arrastrado a escribir la biografía de sus desdichas. Con
la fe de que su historia despierte en los próximos dirigentes la comprensión
necesaria para dejar, algún día, a esta madre morir bajo la mirada de su hijo.
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