Toqué el timbre. El olor que
desprendía el bizcocho de almendra recién horneado se escurría por debajo de la
puerta y me acariciaba el sentido del olfato. Hacía casi dos años que no
respiraba de esa atmósfera en la que flotaban la harina, el azúcar y el humo
del caramelo tostado. No sabía muy bien qué me iba a encontrar al otro lado.
—¿Quién
es? —preguntó mi tío a través del telefonillo.
—Soy
Priscila, abre Alejandro.
—Claro
—respondió.
Pasé dentro. Había que bajar
unas escaleras para llegar hasta el obrador de la pastelería. La última vez que
pisé aquellos escalones Alejandro aún no había sufrido el primer brote de
esquizofrenia. Luego, salí de España y no me enteré de lo ocurrido hasta que
pasaron tres meses. Apenas pude mantener conversaciones telegráficas con mis
padres, mucho menos con mis tíos. Llevaba una eternidad sin verlos, sin ni
siquiera oír su voz. La incertidumbre me
asaltaba y se mezclaba con la curiosidad conforme descendía y el ambiente
acaramelado se volvía más intenso.
Al llegar abajo me encontré
con los dos: él coronaba de cabriolas de merengue una tarta con la manga
pastelera y ella le reñía, le decía que así no, que eso estaba muy visto y que
ya no se llevaba. No se dieron cuenta de que estaba contemplándolos hasta que se
me escapó una sonrisa. Un cosquilleo
cálido me invadió al ver que todo estaba conforme lo había dejado. O eso me
pareció.
—¡Mira,
si ya está aquí! —gritó mi tía Nieves— ¡Pero nena, qué guapa que estás! Cuanto
tiempo…
—¡Hola!
La verdad es que hacía mucho que no me
pasaba por aquí. Eso sí, ¡aquí sigue oliendo igual de bien!
—¿No
nos vas a dar un abrazo? —dijo a media voz Alejandro.
—¿Uno
solo? —les dije mientras me acercaba, casi corriendo, hacia a ellos.
Allí estaba él, tras casi dos
años. Quizás, y aunque me cueste reconocerlo, cuando bajaba las escaleras el
miedo formase parte del cóctel de sentimientos. ¿Sería el mismo? ¿Sería aquél
hombre el que me ganó con sus deliciosas y tiernísimas madalenas? ¿El mismo con
el que jugaba a luchar, utilizando las barras de pan como espadas cuando mi tía
no miraba? Parecía que sí. Tenía la misma impronta, el mismo bigote y algo más
vacías las entradas de su cabellera.
Le abracé. Le había echado de
menos más de lo que pensaba. Le abracé con fuerza. Y él me respondió. Rodeo mi
cuerpo con sus brazos y me quedé esperando unos segundos, con la cabeza apoyada
en su pecho, a que cercara el espacio que nos separaba y me estrujase contra
él. Pero eso no pasó. Desee con fuerza que lo hiciera, no lo hizo. Su abrazo se
quedó en una caricia fría y flemática.
—Bueno,
Priscila ¿cómo te ha ido por…? —preguntó mi tía, con voz temblorosa, queriendo
arrancarme de aquél tibio acuchón, sabiendo que mi capricho no se iba a
materializar — ¿Túnez, Egipto, Libia, Siria? Nena, cuéntanos cómo ha ido, que
nos has tenido muy preocupados. Con decirte que la única forma que teníamos de
saber que estabas viva era mirando todos los días en el periódico a ver si te
publicaban algún artículo de esos que
has estado escribiendo.
—Exagerada…
—le contesté, mientras me deshacía de una lágrima antes de que rodase mejilla
abajo—. Lo mío es aburrido —dije para escaparme de dos horas en las que
engordar mi vanidad con falsa modestia y miles de batallitas, no me apetecía—,
prefiero escuchaos a vosotros. ¿Cómo va la pastelería, Alejandro?
—¿Alejandro,
eh? ¿Y tu tío qué? —inquirió, intentando lanzar una broma, pero su rostro no
parecía acompañarle; apenas hizo una mueca con el labio.
Hacía mucho que no le llamaba
tío. Dejé de hacerlo por una broma y desde entonces se me ha quedado, lo hago
con cariño, aunque inconscientemente. Yo era muy pequeña, no recuerdo qué edad
tenía, tan solo recuerdo que solía ponerme muy pesada. Iba al obrador y
empezaba a incordiar, a dar brincos de acá para allá, a gritar y a bailar por
todo el lugar. Alejandro, cuando me ponía así, hacia como si no existiese.
Jugábamos a ver quién aguantaba más: si él ignorándome o yo molestando. Uno de
aquellos días, le llamé por su nombre. Fue tan raro para él que dijese
Alejandro y no tío que levantó la mirada y se quedó extrañado, observándome
hacer piruetas mientras cantaba. Aquella la gané yo. Desde entonces empecé a gritar
su nombre cada vez que quería llamar su atención, y así, se convirtió aquello
en vicio sin corregir.
Me preguntaba dónde estaba
aquél Alejandro, el cómplice de mis travesuras, el que me abrazaba con fuerza. Parecía él, el
mismo. Estuvo hablando, contándome cómo habían pasado el tiempo que estuve
fuera. Cómo se enfrentó al brote de esquizofrenia y cómo, gracias al empeño de
mi tía, decidió volver a trabajar de nuevo. Intentaba arrancarme un par sonrisas
con alguna anécdota, pero siempre sin alterar el tono de la voz, con el gesto
impávido y evitando el contacto visual.
Un parásito se movía
insidiosamente bajo mi piel. Una alimaña que
me abstraía y me empujaba fuera de la nube confitada que embriagaba mis
sentidos. Un impulso egoísta me dominaba y me arrojaba a la dependencia de sus muestras
de cariño. Me importaba una mierda si me besaba o me golpeaba. Quería una
reacción, aunque no fuese afectuosa. Necesitaba volver a sentirme su niña. No
podía dejar de pensar en ello mientras hablaban. Había perdido el hilo de la
conversación. Y cuando aquella chinche que me carcomía me permitió volver a sentir que la esencia
del merengue trepaba por mis fosas nasales, mi tía estaba hablando de darme
algo. Se trataba de una bolsa con el logo de la pastelería, parecía llevar una
caja dentro. Me dijeron que eran unas cuantas madalenas. También las había
echado de menos a ellas.
De camino a casa, no pude
evitar la tentación de abrir la caja y coger una. Me senté en un banco de un
parque cercano y apoyé el regalo sobre mi regazo. Cerré los ojos, y como era
costumbre destapé el cofre del tesoro dejando que el aroma su acariciase. Sentí soñar con el
pasado. Al abrirlos de nuevo, pude ver que flotaba entre los trocitos de
chocolate una carta que rezaba en el dorso: “De Alejandro para Priscila”. Rompí
el sobre y cogí uno de los bollos mientras leía.
“Querida Priscila:
Espero que disfrutes de las
madalenas. Son tus favoritas. Esas de bizcocho con pepitas de chocolate y que
van rellenas de mermelada de frambuesa.
Últimamente me cuesta
expresarme. Los médicos lo llaman pobreza afectiva, pero en realidad por mí
interior fluye un torrente de emociones que me cuesta manifestar. Por ello te
doy estos dulces. Llévatelos a casa y tómalos, como siempre has hecho y piensa
que el bizcocho, la mermelada y el chocolate son las palabras y los abrazos que
me cuestan regalarte.”
Aquellas palabras se mezclaron
con el bendito sabor del pastel, que actuaron conjuntas a modo de veneno contra
el bicho que me martirizaba. Volví a dejar la madalena en la caja, ahora
incompleta, y puse rumbo al obrador, de nuevo, con la intención de estrujarme
contra su pecho.
Hola Raul!
ResponderEliminarOtro bello texto, a algunas personas les cuesta mucho expresar su cariño hacia los demás, a veces uno no tiene esa paciencia y deja que el bichito del "no me quiere" te ponga a pensar.
Saludos!
Los prejuicos son un serio enemigo en este tipo de relaciones. Cuando se produce un cambio en una persona cercana se tiene miedo al cambio, y como dices, el bichito aflora.
EliminarMuchísimas gracias por pasarte por mi blog!