Para mí, como poco ha
sido el descubrimiento del año. Quizá de mi vida, aunque aún es pronto para
dejar escrita esta afirmación. Yo era una escéptica de todos esos aparatos y
utensilios eróticos; que sabes por donde entran aunque no por donde salen.
Pero, ¿qué os voy a decir? Mi opinión sobre estos juguetitos ha cambiado gracias
a él, y perdonadme si me refiero a “él” como si fuera una persona, pero es que
se ha ganado mi apego. Lo conocí, o mejor dicho, me hice con él, a través de mi
amiga Ana. Fue ella quien lo compró, pero se hizo novio. A éste, por lo visto,
no le gustó demasiado que un androide antropomorfo estuviera más tiempo dentro
su amada que él y le dijo: « O el cacharro o yo, tú verás ». Ana, tras
pensárselo durante dos semanas decidió
venderlo, y después de unas cuantas historias que ahora no vienen a cuento,
llegó a mi cama; bueno, y a mi ducha, a mi sofá, a mi coche, a mi encimera, a
mi oficina y a otros sitios que no sé muy bien por qué me da pudor enumerar.
Era lo último de lo
último. El robot sexual más potente de todo el mercado. Tecnología japonesa;
una delicia. A causa de que el modelo venía grabado en nipón no me enteré de
cómo se llamaba hasta que en una de las veces que quedé con Ana, me preguntó: «
¿Qué tal el Pez Dorado? ». Supongo que al ver mi cara, desconcertada, se
decidió a explicarme que era la traducción al español del nombre del ejemplar.
Una vez ya sabiendo eso, contesté casi sin darme cuenta: « ¡Vaya, pues si que
es verdad que tiene una anguila de oro! ».
Y ya ni te cuento si sabe usarla: así me quedó claro desde el momento
que lo estrené.
La primera vez que tuve
su áureo tiburón entre mis piernas sentí -¿cómo explicarlo…?-, que había una
parte de virginidad que no me había sido arrebatada hasta ese momento. Sí, efectivamente: fue algo nuevo, genial y
vibrante –y esto último no es en sentido figurado-. Cuando fui a recogerlo al
piso de Ana me dijo que funcionaba al contrario que los perros, que a éste
había que moverle el rabo para que se pusiese contento. Yo, al llegar a casa,
seguí su consejo, eso sí, con cierta desconfianza. Y como si fuera el genio más
apuesto y cachondo del mundo, abrió los ojos al frotar un poco su lámpara.
Desde entonces todo fue frenesí.
Me miró con sus ojos
marrones y lo primero que se me pasó por la cabeza fue asombro por lo real que
parecía: no era como un maniquí, ni como un muñeco hinchable. No, no, era todo
un hombre, puede que no por dentro, pero para lo que yo lo quería era todo un
hombre. Y mientras yo estaba ahí, atontada, pensando en que no se parecía en
nada al consolador con patas y cabeza que yo me había imaginado, me agarró de
la cintura y me acercó hasta su boca. Joder qué bien besaba. Ana me lo había
entregado programado en modo duro, y cuando me quise dar cuenta me había
arrancado la ropa. Asombroso; en diez segundos había destrozado todo lo que
llevaba puesto, y todo sin separarse de mi boca. Pero nada de eso se puede
comparar con cuando me tiró al suelo, y caminando a bocados franqueó la frontera
de mi ombligo. Qué lengua. En un santiamén, consiguió un océano entre mis
muslos para que su marrajo nadase a sus anchas. Y qué ancho…
Me besó, me lamió e
iluminó todas mis cuevas con su luz calentita. Me embistió y me hizo balancearme
sobre él hasta hacerme gritar. Acabé rendida, extasiada, sudada, y por qué no
decirlo, algo escaldada. ¡Qué descubrimiento! Era perfecto; sí, una maravilla.
Aunque, ahora que lo pienso mejor, puede que tuviera alguna pega: debido a
un fallo de fábrica, en vez de reproducir el sonido de un gemido, hacía sonar melódicos
conciertos de acordeón cuando se acercaba al culmen de su actuación. Las
primeras veces, me resultó extraño, incluso perturbador, pero he de reconocer
que con el tiempo he adquirido tal dependencia a esas melodías de acordeón que
no puedo tener sexo sin ellas.