lunes, 13 de mayo de 2013

Manzanar


Manzanar, California. Centro de reubicación para japoneses. 1942.

Aquí, las noches de tormenta son de vigilia; el aire corre con tanto ímpetu que aúpa los guijarros y los hace estallar contra las paredes del barracón; y la arena se conjura con la tierra en una vorágine incesante que atraviesa las tablas por los resquicios  y te sepulta mientras duermes. Las noches de tormenta, las paso acurrucada en mi camastro de paja, con la cara cubierta por una bufanda y con gafas de sol en los ojos, como hacemos todos cuando hay tormenta, para no ahogarnos con el polvo. Y aquella noche, era de tormenta.
Miro a Rose, abrazada a sí misma, ingenua, tan niña; intentando soñar, negándose a sucumbir a la vigilia y es la primera vez que sonrío en los dos meses que llevo aquí. Aunque diferentes, en Sacramento, las tormentas también eran de vigilia: las dos nos quedábamos despiertas a escuchar el repiqueteo de las gotas en el cristal y a jugar a decir cuántos segundos pasarían entre el rayo y el trueno. Recuerdo el sosiego entre el destello y el estruendo…
No le quito el ojo a Rose, hay cierta calidez en su obstinación, pero no tarda mucho en darse cuenta de que la noche iba a ser ruidosa, larga y polvorienta, y se gira, y se retuerce como una culebrilla antes de mirarme, y me dice que no puede dormir, que estas tormentas no le gustan. Yo le hago venir junto a mí y la abrazo.
—   Chikako —me dice, inocente—, ¿qué es nisei?
—   Habla más bajito, Rose, que es muy tarde.
En el barracón las voces cruzan la estancia de una punta a otra con una facilidad absurda, sin paredes que se lo impidan. Me cuesta acordarme de cómo era desnudarse, ducharse o sentarse en una letrina a solas. La intimidad me parece ya un lujo lejano. Por suerte, aquella noche era de tormenta y los ronquidos del señor Noguchi se habían ahogado en la lluvia de piedras.
Rose asiente con la cabeza y repite la pregunta.
—   ¿Dónde has escuchado esa palabra? —le pregunto.
—   En la escuela.
—   Nosotros somos nisei —contesto, con una sonrisa tapada—, somos hijas nacidas en Estados Unidos de padres japoneses.
Rose asiente con la cabeza, no sé si entiende. Yo, prefiero que no entienda; que no me pregunte por qué estamos aquí ni que me interrogue sobre las causas de las cosas. No necesita saberlo. Aún es inocente, pura, ajena a los odios y a los pleitos de este mundo. No quiero tener que decirle que el país en el que ha nacido la había recluido por ser nisei. Y con ella, a sus padres, a su hermana y a cien mil japoneses más. No pregunta, pero me abraza fuerte; quiere que siga hablando, no quiere oír la tormenta, y yo,  por concederle el capricho o por intentar hacerla entender, le recito a Whitman:

« Mi lengua y cada molécula de mi sangre nacieron aquí,
de esta tierra y de estos vientos.
Me engendraron padres que nacieron aquí…»

Se me olvida el siguiente verso, quizá solo quiero acordarme de esos… y con la primera piedra que cae en mi silencio, Rose me abraza con más fuerza. La sangre hierve bajo mi piel al recordar la carta. El rostro de mi padre al leerla me oprime en la sien, como si mi cráneo fuera la jaula de una alimaña que se abre paso a zarpazos. Evacuar. Sí. Esa es la palabra. Nos iban a evacuar. Oigo sollozar a mi hermana bajo la bufanda y trato de tranquilizarla, y sin quererlo eso sale de mí:

«Yo, tranquilo, serenamente plantado ante la naturaleza…»

No, no quería recitar eso. Estamos aquí por tener los ojos rasgados. No quería pedirle paciencia, pero volví a vomitar a Whitman:

«Yo, dondequiera que viva mi vida, quiero hacer frente a las contingencias
Y encarar la noche, las tormentas, el hambre, el ridículo, los accidentes
Y los rechazos como lo hace el animal.»

Rose deja de llorar, y yo me pregunto si entenderá los versos. Parece que duerme en mis brazos. Solo entonces me atrevo a susurrarle esa estrofa al oído. Sí, esa y no otra:

«¡Quitad los cerrojos de las puertas!
¡Quitad las puertas mismas de sus quicios!
Quien degrada a otro me degrada a mí,
y todo lo que hace o dice vuelve a la postre a mí. »

Me alegro de que Rose no me oiga y espero a que amanezca, con una duda en la cabeza: ¿Cómo los mismos que estudian a Whitman en las escuelas, me han arrancado de mi casa y me obligan a digerir polvo, a hacer mis pezones de todos y a pedirle a Rose que espere, que todo pasará?



@asencionavarro

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