domingo, 19 de junio de 2011

Incertidumbre.

La llama de un vela oscilaba suavemente al ritmo de los suspiros de dos cuerpos condenados a desearse mutuamente. La incandescencia proyectaba sus siluetas en la pared, reproducía en la pantalla de yeso la ceremonia por la cual sus perfiles se condensaban en un solo contorno. La combustión de sus corazones daba melodía al accidente natural y el ambiente, atestado de partículas de sudor suspendidas en el aire, comenzaba a caldearse.

No eran más que dos sombras sudorosas, dos imágenes impresas en un muro blanco que no alcanzaban a razonar nada más de lo necesario para evitar la separación de sus perfiles. No les importaba lo que pasaría cuando las llamas se apagasen, eran incapaces de concebir lo que ocurriría cuando el candor que habitaba en su pecho se fuese con el último ápice candente de la vela y sus contornos se perdiesen en la oscuridad.

A pesar de su indiferencia, la incertidumbre reinaría en aquel momento -en su feudo, la oscuridad-, siendo ésta la incapacidad de ubicar sus siluetas en las tinieblas, la imposibilidad de localizar fríos contornos rotulados en el níveo mineral, en tener que hallar la certeza de su existencia lanzando las yemas de sus dedos al vacio, tratando de pescar un mechón de pelo, unos labios o un cuello en la oscuridad, acariciarlo y confiar en que pertenezca al cuerpo que originaba la sombra. Porque la extinción de la llama no supone nada.

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